ATLÁNTIDA. La Ordalía Acuática y el Pacto de Oricalco.
(Según los Pliegos de Toth-Hermes, Volumen IX, Capítulo IV. Transcripción de la Tabla Primera.)
La única voz temible era el clamor de los diez monarcas; la única súplica, el bramido del uro en la arena sagrada. Bajo el sol meridional del Archipiélago Atlante, los reyes, descendientes directos de Poseidón (con Atlas, el primogénito, como autoridad), conminaban al Toro Blanco dentro del perímetro ritual. La contienda se desarrollaba sin armas de hierro, dependiendo únicamente del ingenio y la destreza del espíritu. No se trataba de un ejercicio venatorio, sino de la renovación del Pacto Fundacional. Cada diez años y diez meses, cuando la conjunción estelar dictaba que Helios manifestaba su ira, los hijos de Poseidón debían afirmar su juramento a través de esta ordalía mortal. Solo la inmolación del Toro sobre la Gran Columna, cuyo fuste estaba grabado con la Ley, ponía fin a la prueba. La sangre sacrificial recorría los caracteres antiguos, apenas inteligibles para la casta de ancianos, vivificando la rúbrica del espíritu. Alrededor del pilar ensangrentado, los dos sacerdotes y los monarcas, de azul púrpura, bebían la mezcla de vino y sangre. El oricalco, metal cuyo valor excedía al del oro, destellaba con una luz rojiza y ámbar, y la Ley era restablecida.
I. La Institución de la Ley y el Sacrificio del Toro Blanco
El ceremonial definía con precisión la naturaleza del gobierno atlante: una monarquía teocrática donde la ley no emanaba de la voluntad humana, sino del Orden Cósmico. Los diez soberanos se obligaban, bajo juramento solemne, a las siguientes prescripciones, grabadas en el metal:
Mantenimiento de la Concordia: Jamás tomarían las armas unos contra otros, respetando los diez dominios de la Gran Isla. Se comprometían a resolver toda querella entre sus súbditos con la máxima mesura. Juraban defensa mancomunada contra el adversario externo.
Administración de la Justicia: Sus decisiones estarían siempre regidas por las sentencias plasmadas en el pilar. Juraban comprender el propio código, enseñanza directa del Dios-Mar. Juraban cumplir su texto e imponer las sanciones dictadas por la Ley.
Concesión de la Clemencia: El espíritu de la norma buscaba que la esencia divina del hombre prevaleciera sobre la parte mortal de sus instintos. El poder de otorgar el perdón, atributo perteneciente solo a Poseidón, sería administrado por ellos en Su Nombre.
La arquitectura concéntrica de la isla, reflejo de la armonía macrocósmica, era la manifestación material de este voto. Y el Océano exterior, turbulento e inmensurable, era la amenaza siempre constante a este orden.
II. La Transgresión Material y la Metamorfosis del Oricalco
El germen de la decadencia se gestó no en el campo de batalla, sino en la mutación del espíritu. A medida que la sangre de Poseidón se diluía en la estirpe, el valor material del oricalco se antepuso a la santidad de la Ley.
Los pueblos continentales, más allá de la gran extensión salina, demandaban el oricalco para la forja de sus bronces bélicos. Los atlantes sucumbieron a la tentación del intercambio. Las montañas sagradas fueron minadas, y su precioso contenido fue vendido a cambio de simple oro.
Este metal amarillo, no obstante, solo trajo riqueza superficial, mas no prosperidad. Enriquecidos, los atlantes abandonaron la fatiga de la minería subterránea y se atrevieron a arrancar los pilares menores de la Ley. Primero, aquellos de las aldeas más remotas; luego, los de los burgos y cabezas de comarca. Los espacios públicos aparecieron desnudos del eje alrededor del cual generaciones enteras habían crecido. Si el oricalco era un sólido, vertical y central, el oro era su opuesto: un pilar desmembrado en miles de piezas. Poseía un brillo similar, pero estaba ahora disperso y oculto en las arcas de los mercaderes y los sótanos de los burgomaestres.
El pilar estalló en mil pedazos. Producida en masa, se acuñó la moneda; profanación suprema. En la moneda, el disco metálico encarnaba la herética trinidad de rey, dios y riqueza. La opulencia reemplazó a la virtud cívica; la mesura fue olvidada por la ambición.
III. La Ofensa Externa y el Veneno de los Aedos
Los pueblos continentales, ahora dotados de armas de bronce gracias al comercio atlante, sometieron uno a uno a los reinos del Mar Interior. Destruyeron los santuarios de sus dioses y el oro saqueado fue enviado a la Gran Isla de Atlántida, con la exigencia de adquirir más oricalco.
Por aquel entonces (c. 9.600 A.C.), los monarcas ya habían reconocido el valor estratégico del metal que yacía bajo sus pies y rechazaron el intercambio. Entonces, la Hélade, austera y marcial, atacó la Gran Isla y tomó por la fuerza aquello que se le negaba por el comercio. La ofensa no quedaría impune. La confederación atlante, unida contra el invasor, contraatacó al final del invierno siguiente frente a las costas griegas.
Veinte años duró el conflicto. Irresueltos ambos bandos a una batalla terrestre, la guerra se estancó en las aguas, dominadas por los atlantes. Sin embargo, los aedos de la Hélade, para quienes la poesía es un campo de batalla más, forjaron el arma sutil que les daría la victoria. Cantaron que los atlantes eran hijos del divino Poseidón, sí, pero también de una simple mortal, la bella Clito, nativa de las islas. Había pues nativos en el archipiélago atlante antes de la llegada de Poseidón y su estirpe. Hombres mortales, tan mortales y vulnerables como los propios griegos. Decretaron que solo la estirpe de sus hijos podía reclamar el linaje divino. Atlántida no fue hendida por las proas griegas, sino por sus versos. Eran tan delicados, tan bellos, que debían ser verdaderos. Así, los atlantes pelearon entre sí, y así fueron derrotados los atlantes en su espíritu. No sucumbieron ante la espada de bronce, ni por la laxitud del oro, sino ante el veneno de los poetas. Olvidaron que eran hijos de un dios.
IV. La Ejecución del Juramento Roto: El Juicio de Poseidón
La victoria militar sobre los griegos se había consumado, mas la Ley Cósmica exigiría un precio más alto.
Aquí reside la ironía fatal: Poseidón, el poderoso fundador de la estirpe, dador de leyes y espíritu invocado en cada sacrificio, fue quien finalmente decretó la destrucción. Sintió traicionado el juramento porque el pacto sellado sobre el oricalco no fue con Poseidón como Padre, sino con Poseidón como Principio de la Ley.
Al violar la Concordia, la Justicia y la Clemencia que Él mismo había instituido, los reyes atlantes se convirtieron en traidores a su propia naturaleza divina. El hundimiento no sería un acto arbitrario sino la ejecución ineludible del juramento roto. El cataclismo barrió el archipiélago atlante, que se hundió en un solo día y una noche. El Océano se cerró sobre la isla y su memoria fue borrada de la faz del mundo.
Cuando los hijos se avergüenzan de sus padres, la vida concede a estos la amarga lucidez. Pero, cuando es el Padre quien se avergüenza de sus hijos, Aquél se enfurece y los destruye.