Relatos cortos- Antonio Miguel Oliveros Quiroga

Pasó toda su infancia de un orfanato a otro, sus padres lo dejaron cuando no había cumplido seis años, la vida que llevaban se puede decir que no era la más adecuada para educar a cuatros hijos, con poca diferencia de edad entre ellos y las continuas peleas entre el matrimonio hacía imposible la convivencia, las penurias era lo único que les sobraba.

Lo intentaron adoptar varias veces, pero a los pocos días lo volvían a llevar al orfanato, porque no se adaptaba a la vida ordenada de una familia normal o su rebeldía lo hacía imposible.

Luego en la adolescencia ingreso en varios centros de acogida, hasta que al cumplir la mayoría de edad salió para ingresar en el ejército.

De sus padres no tenía noticia alguna, igual que del resto de sus hermanos, así que no había nada que le retuviera o por quien preocuparse y nadie lo hacía por él.

Su vida no había sido fácil, los castigos eran continuos en los centros donde estuvo y eso le hizo ser más duro con los demás, sus sentimientos estaban muy escondidos dentro de sí y no los mostraba más que para defenderse de quien desconfiara.

En el ejército viajo a varios países en conflictos bélicos, a otros en ayudas humanitarias y eso le hizo ver la realidad de la vida y aprender a valorar, se dio cuenta de que no se puede vivir sin unos objetivos y sin tener a nadie que le espere a uno.

Sentía envidia de los compañeros cuando volvían de algún permiso y lo habían pasado con sus familias, él cuando estaba de permiso no sabía dónde pasarlo, por lo general lo único que hacía era emborracharse y deambular por las casas de cita, tenía una vida desordenada sin que nadie se preocupara por él, ni la obligación de dar explicaciones a nadie.

Los tres años que estuvo lo endurecieron aún más si cabe, se hizo experto en artes marciales y el manejo de las armas no tenía secretos para él.

Así que cuando se licenció, no sabía lo que haría con su vida para cuando agotara el dinero ahorrado en los últimos años, pues no tenía estudios superiores y su experiencia anterior al ingreso en el ejército, se reducían a trabajos esporádicos.

Su afición a la vida nocturna se hizo habitual y las visitas a los clubs de alternes lo llevó a conocer ese mundo como a la palma de su mano y al cabo de una temporada lo contrataron en uno de ellos como seguridad para mantener el orden del local.

Era muy bueno en su trabajo y eso le hizo ser conocido en ese mundo, pero a la vez temido, porque no tenía piedad con quien osara pasar el límite en alterar el orden en el establecimiento, lo que le aportó muchos enemigos y a la vez rodearse de gente al filo de la legalidad.

Hasta que una madrugada al dirigirse a los aparcamientos para recoger su coche le estaban esperando un grupo de personas nada amigables, para vengarse del último altercado que tuvo la noche anterior.

Él se defendió hasta quedar tendido en el suelo sin conocimiento y cuando se despertó en la cama de un hospital, se dio cuenta que estaba esposado a los barrotes de la misma y un policía en la puerta de la habitación, que al comprobar su reanimación llamó al médico y a la jefatura para interrogarle.

Le preguntaron por una persona, que encontraron junto a él cuando acudieron al aparcamiento, tras recibir una llamada pero ésta persona yacía sin vida con un puñal clavado en la espalda.

Pasaron varios días y las heridas casi curadas le dieron de alta en el hospital, esposado lo condujeron ante el juez y después del interrogatorio lo dejaron en libertad, no antes de informarle la obligación de estar localizable y no salir fuera de la ciudad.

Él no recordaba muchas cosas de la pelea, solo que eran varios y se defendió como pudo con los puños, pues no llevaba armas de ningún tipo, recibía golpes por todas partes y él daba a quien más cerca estaba hasta que cayó al suelo, después nada hasta que despertó en el hospital.El culpable de la muerte esta vez escapó de la justicia, porque después de varios meses presentándose en la comisaría de policía todas las semanas, lo citaron para el juicio por la pelea que él se vio involucrado.

DETALLE EN SOMBRAS

 

Detalle en sombras

 

 

Les pude ver cuando llevaban ya un rato en la plaza. Eran tres. Únicas personas en ese momento, destacaban por la lentitud de su avance. Venían hacia el juzgado y parecían depender del paso cansado, casi imposible, de la mujer mayor, enorme, tremendamente obesa, casi incapaz de moverse. Cada cuatro pasos, la mujer debía pararse, se reposaba sobre el hombro de la otra mujer, más joven, más delgada, pero tan ajada como su acompañante. Luego supe que ésta era su madre. La hija se doblaba levemente, lo que daba la sensación, desde mi perspectiva, a unos cincuenta o más metros, de que fuera a quebrarse por la mitad. El hombre se mantenía unos pocos metros atrás, con los bolsos de las dos mujeres colgando de uno de sus hombros y siempre cabizbajo y en un silencio que resultaba patente, a diferencia de las dos mujeres, a quienes veía hablar, más bien cuchichear, entre ellas cada vez que paraban.

Tardaron lo suyo en llegar hasta el edificio de los juzgados. La plaza se podía atravesar, con calma, sin celeridad, en apenas dos minutos. Ellos quintuplicaron ese tiempo. Su lentitud me permitía contemplarlos con atención.

Cuando los tuve cerca de mí, sus rostros ya estaban definidos. Reflejaban bien a las claras, pensé, la tristeza, la ansiedad, la desesperanza. La hija y el hombre ayudaron a la mujer mayor a subir los cuatro escalones que les separaba de la puerta de entrada. Casi tardaron lo mismo que lo que se demoraron en recorrer la plaza. Un policía les sostuvo la puerta. Gracias, dijeron al unísono el hombre y la hija, apenas un hilo de voz. La mujer mayor respiraba con dificultad, emitía un gemido, casi un silbido asmático, cada vez que aspiraba aire. El juzgado de guardia, preguntó la hija. Le apuntamos la cercana puerta. Se acercaron a ella con la misma dificultad que mostraron hasta ese momento. También les costó entrar en la sala del juzgado de guardia y alcanzar los asientos. Cuando la mujer mayor se sentó, pude apreciar su rostro sofocado por el esfuerzo y la angustia, sus rodillas deformes y unas piernas hinchadas hasta el despropósito.

Fue la hija quien preguntó al funcionario. La mujer mayor estaba todavía apurada por la fatiga, apenas podía hacer otra cosa que respirar para intentar recuperar el aliento perdido mientras que el hombre, a todas luces marido y padre, reflejaba estar a su vez tan compungido que sin duda se hallaba afectado por una profunda depresión que le dejaba completamente fuera de juego.

– Venimos a preguntar por Juan José Loira Sánchez. Somos su familia.

– Un momento. -pidió el funcionario tras consultar los papeles que tenía más a mano. Fue hasta otra mesa, revisó otros papeles, luego se dio la vuelta y preguntó a una funcionaria en la mesa de al lado, que miró en ese momento hacia las tres figuras silenciosas que de repente parecían, en su tristeza, ajenos a todo lo que les rodeaba.

El funcionario se acercó de nuevo al mostrador. La mujer mayor, sentada en un banco, de espaldas al empleado, hizo un breve atisbo de levantarse. No se mueva, no, dijo el funcionario, y de inmediato se colocó a un lado para la mujer pudiera verlo de refilón. Entonces, con sencillez y cierta profesional distancia que no carecía por ello de una compasiva deferencia hacia los familiares, les comentó lo que había sucedido poco antes de que llegasen.

– El juez ha decretado prisión provisional. Ha sido hace bien poco. La policía lo acaba de llevar. Lo siento. Aunque lo más seguro es que no hubieran podido verlo aquí.

– ¿Podemos ir hoy? ¿Nos dejarán verlo?

– No lo sé. Mañana, seguro. Pero hoy, no lo sé, hay que hacer los trámites y es posible que no les dejen.

Guardaron silencio. A pesar de la noticia, quizá no por esperada no menos hiriente, los tres mostraron la misma tristeza, la misma ansiedad y la misma desesperanza que cuando llegaron. El funcionario no quiso romper el silencio. Esperó tras el mostrador a que quisieran saber algo más. Parecía habituado a dar ese tipo de noticias. La mujer mayor y la hija entrecruzaron miradas. El hombre parecía encerrado en sí mismo, como si fuera una mera sombra de las dos mujeres. Me sorprendió que fuera él quien rompiera el silencio, como si de repente recobrase alguna de sus funciones.

– ¿Cómo se llega a la cárcel?

– No lo sé. -respondió el funcionario, que dudó unos segundos, como si no esperara que le dirigieran aquella pregunta- No tengo ni idea. –repitió dos veces, titubeante.

Intervine en ese momento. Me acerqué al hombre y le indiqué cómo llegar. El hombre me miró y parecía que retener lo que yo le decía le iba a suponer un esfuerzo enorme. Pero no me pidió ninguna aclaración. Mientras tanto, la hija contemplaba desde el ventanal próximo a tres niños que cruzaban la plaza dando patadas a un balón y a una mujer que sacaba a un bebé de su sillita para evitar seguramente que continuara llorando. Su madre, por su parte, pensaba mientras miraba el suelo, como ida o como si meditara profundamente sobre la vida.

– Sabe -me dijo el hombre-, se trata de mi hijo, no es mala persona, simplemente es esa cosa. No lo puede evitar…

– Entiendo… lo siento… -Nunca he sido bueno en estas situaciones, me superan.

– Déjalo, Julián -dijo de pronto su esposa, con una suavidad de la que parecía incapaz-, no te apenes ni llores -y es que el hombre parecía haber iniciado un callado sollozo-, tal vez sea mejor así.

En ese momento la secretaría del juzgado me llamó, recogí mi informe pericial que había dejado en el asiento y me despedí del hombre. Al salir del despacho del juez, ya no estaban allí.

 

Juan A. Herrero Díez