13º NÚMERO DE LA REVISTA LITERARIA NEVANDO EN LA GUINEA

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13º NÚMERO DE LA REVISTA LITERARIA

NEVANDO EN LA GUINEA

NºXIII     08-11-2.008

 

EDITORIAL XIII

El tiempo de la literatura

 

 

El tiempo corre. Es algo que sentimos en nuestra vida cotidiana a partir de cierta edad y es algo, también, que apreciamos en el transcurrir del tiempo histórico. Hay un tiempo marcado y definido por la convención de los calendarios frente a un tiempo que viene fijado por los acontecimientos. Los años y los siglos se suceden de un modo inequívoco a través de las fechas, pero las épocas nacen y mueren de otro modo. A nadie se le escapa que el siglo XX, que para los calendarios nace el 1 de Enero de 1901, surge en realidad tras el terremoto de la primera guerra mundial y la revolución de octubre de hace, este mismo mes, setenta y un años, y muere para los calendarios el 31 de diciembre de 2000 mientras que para la Historia sea la fecha del trágico atentado de Nueva York el que dé el portazo definitivo al siglo XX y suponga el inicio del XXI.

 

Poco años han transcurrido, por tanto, en este siglo y parece que haya pasado de todo. Se han acentuado algunos dramas, como la hambruna, las guerras y las bolsas de miseria. Una parte minoritaria del mundo se ha enriquecido con extrema rapidez y ha arrastrado a la humanidad a una crisis cuya dimensión aún no conocemos. La violencia muestra su cruel y cruenta faz que nos indica lo vulnerable y frágiles que somos. La tecnología, sin embargo, se ha desarrollado de un modo que hace bien poco ni hubiéramos imaginado, aunque no hemos resuelto graves problemas como los mencionados ni cuestiones morales de vital importancia. Han nacido nuevas formas de rebeldía contra un mundo que mantiene la injusticia como característica esencial. También nos confunden nuevos simbolismos que nos cuesta interpretar.

 

En medio de todo este caos, natural e inevitable para algunos, mientras otros consideran que es preciso superar, la literatura se vuelve una vez más un lugar que nos devuelve una mínima serenidad. La literatura no deja de ser esa necesidad de contar y de embellecer la realidad con las palabras. Es algo que ha existido siempre, desde las cavernas, cuando los primeros seres humanos se reunían para intentar explicarse la vida y recurrían a las metáforas y a los símbolos para que todo se volviera más benévolo y se siguiera buscando la felicidad en un mundo tan poco propicio.

 

La poesía es un arma cargada de futuro, afirmaba Gabriel Celaya. Nosotros somos partidarios de tan bella metáfora y deseamos que las armas, las de verdad, se conviertan en versos, en relatos, en novelas, y no continúen siendo las herramientas de matar que son ahora. Porque la literatura, al igual que en otras épocas, sigue siendo la forma de explicarnos el mundo, lo que nos rodea, lo que nos desasosiega o nos emociona. Por eso creemos también que la literatura no debe ser esa torre de marfil que algunos desearían, aun cuando a menudo el mundo nos parece tan horrible que nos tienta encerrarnos en tan bella torre. Pero sólo una literatura capaz de adentrarse en la sordidez del mundo podrá hacernos vibrar, aunque pueda, es verdad, hacernos también daño.

 

El tiempo corre, pero la literatura permanece como ese magma que va creciendo año tras año. Podemos sumergirnos en las obras del pasado y reconocernos en ellas, es universal y atemporal. Como decía Bernardo de Chartres, seguimos siendo enanos a hombros de gigantes. Gracias a ello podemos otear el horizonte y proseguir el camino.

 

 

LA RABIA

 

Mi rabia es una hambrienta,

se disfraza de paciencia,

se apellida Sarmiento

y es experta en esa ciencia

de juzgar el arrepentimiento

y se trepa en la indecencia.

Escupe afuera el momento,

saca a pasear a tu rabia

¿no ves que sin incremento

toda tu mierda se te radia?

Hoy me conocí indefenso,

hoy creé seria circunstancia,

hoy me arrepentí inmenso

de toda la verdad sin falacia.

Desahúciame de lo que pienso,

vacíame de toda mi gracia,

clávame en pared y dame pienso,

deshazte de mi acrobacia,

ama aquello que desprecio.

¡Sé sólo para mí la gran reacia!

Toda esa luz tiene su precio,

toda esta montaña es burocracia,

huye de lo que es cierto,

huye de toda cruda desgracia.

Ya no respeto lo que yo pienso,

ya no acude a mí la contumacia,

soy de mí mismo un preso,

acudo al rincón de la farmacia,

ya no saludo, rezo o hago sexo;

todo en mí se ha hecho ineficacia,

se ha acomodado todo el peso

vacío que deja la infancia.

Hoy comento conmigo lo siniestro

de perder mi militancia

donde las resinas pegan mis restos,

donde las huellas de la perspicacia

me dejaron deshecho.

Por Cecilio Olivero Muñoz

 

EL ENTIERRO

 

 

Me extraña verle aquí, le dije a modo de saludo. Me había acercado discretamente nada más reconocerle unas filas delante de mí. No me costó distinguirlo pese al tiempo. Hasta ese momento él no se había dado cuenta de mi presencia y por un momento, mientras aún no tuvo claro quien era yo, y es que habían pasado muchos años, le debió de molestar que alguien se dirigiera a él. Tampoco lo esperaría y quizá no lo desease. Pues usted tampoco es, me parece a mí, de los que se esperaban ver por aquí, me espetó nada más reconocerme. Sonreímos condescendientes. Ha venido por mala conciencia o por cerciorarse de su muerte, me preguntó. Eso mismo me gustaría saber de usted, le dije entre murmullos, para no molestar el desarrollo del entierro. Yo le pregunté antes, me dijo en susurros, aunque era evidente que había cierta disposición de mando en su voz. Recordé que siempre le gustó llevar la batuta de todo, que nos diéramos cuenta que quien mandaba era él, no sólo por una cuestión de escalafón. En todo caso, me había formulado una pregunta que, con toda certeza, del mismo modo que me pasaba a mí, llevaría dos días haciéndose, desde que le llegó la noticia del fallecimiento de nuestro antiguo enemigo y prisionero. Era verdad: había pasado mucho tiempo, treinta años nada menos, habían sucedido muchas cosas, y de pronto la noticia de su muerte nos enfrentaba a viejos fantasmas.

Nos mantuvimos en silencio el resto del entierro. La pregunta quedaba pendiente de respuesta y él me daba tiempo sin duda para que yo mismo me aclarase. Si me ha hecho esa pregunta, tuve para mí, es porque le domina cierta culpabilidad. Él, además, era mayor que yo, no podía alegar que entonces era demasiado joven y excesivamente influenciable. El hombre que ahora enterraban, por otro lado, también albergaría, mientras estuvo vivo, sentimientos hacia nosotros que no serían, ciertamente, amables ni considerados. Era lo normal. Aunque es posible que el tiempo ablandaría en él el odio y las ganas de revancha, sin duda justas o al menos comprensibles.

Las cosas habían cambiado, me dije, que era un modo de justificarme, porque era como decir que entonces era todo distinto y por tanto ciertas cosas podían hacerse. Pero bien sabía que aquello era una excusa tonta, sin sentido. Quien había cambiado era yo y también, seguramente, mi inesperado acompañante. Pero aceptar el cambio suponía, en cierto modo, aceptar el error, incluso aceptar la culpa. El bien y el mal bregando por imponerse, era lo que había detrás de todo aquello, lo moral, lo ético, frente a lo amoral, lo inmoral. Disipé, no obstante, esta reflexión, no tenía ganas de lanzarme a unas cavilaciones que, por otro lado, no sabría como desarrollar y me daban miedo. Las cosas fueron como fueron, pensé, ahora no haría lo mismo, claro que ahora, de volver a ser joven y volver a vivir las mismas circunstancias, me faltaría la experiencia y seguramente cometería los mismos errores. Las mismas burradas, rectifiqué para mí. No pude evitar, ¿tal vez tolerar?, el recuerdo del ahora fenecido como víctima de nuestra impunidad. Y no en vano de cierta injusticia esta vez legal, al final y al cabo nosotros fuimos los vencedores y en consecuencia impusimos la ley en nuestro beneficio.

Terminó el entierro. Se formaron corrillos y algunos de los presentes iban de uno a otro saludando a conocidos. Nadie vino a hablar con nosotros, nadie nos conocía. Nos pusimos a andar hacia la salida del cementerio. Sólo entonces me di cuenta de su edad y del deterioro del tiempo que su cuerpo reflejaba a todas luces. Nada que ver con el hombre que fue, pensé. Ahora incluso podía despertar alguna afectuosa estimación producto de la ancianidad. Tendría nietos, pasearía con ellos, les contaría viejas batallas neutras, les aleccionaría sobre el bien y el mal, supuse que algo de todo eso había, aunque no tenía respuestas certeras a mis dudas. Tampoco se las plantearía, quizá porque para sus propias dudas no tenía respuesta.

Tiene contestación a mi pregunta, me dijo en cuanto estuvimos fuera del cementerio. No estoy aquí por cerciorarme, le dije. Tampoco me atormentan los remordimientos, continué poco después, al ver que él no decía nada, aunque a veces creo que debieran atormentarme, añadí. Usted cumplía órdenes, susurró, como si todavía estuviéramos rodeados de personas y debiéramos mantener la compostura, mis órdenes, añadió. Significaría eso que a él si le remordía la conciencia, me pregunté. Sin embargo, no llegué a formulárselo. Supuse que todavía me dominaba el concepto de escalafón presente en toda disciplina militar: los subalternos no podían cuestionar las decisiones ni plantear asuntos que pusiera entre las cuerdas a los superiores. Creí ver que me miraba agradecido por mi discreción. El mundo está mal hecho, afirmó, siempre lo estuvo. Avanzábamos lentos, nuestras miradas en paralelo, sin mirarnos directamente. Fuimos peones en un tiempo infame, confesó. Aunque créame, me dijo, fue toda una confesión que tal vez no esperase, daría lo que fuera por haber podido hablar con el hombre que hemos enterrado y con tantos como él.

Paró ante un coche. El chofer salió y le abrió la puerta de atrás. Fue ese el único momento en que nos miramos a los ojos. Me estrechó la mano y me la apretó. Un gusto verlo, me dijo antes de subir al vehículo, cuídese. Quise creer que en su voz había tristeza y gravedad. Eché de menos, sin embargo, como en una mala película, algo de trascendencia.

 

Juan A. Herrero Díez

 

 

 

LECCIONES DE COMPORTAMIENTO

 

Si te oprime en el pecho algo,

si toda tu causa es ser feliz,

si pagastes un precio muy caro,

si piensas tan sólo en ti,

si culpas a la crisis y al paro,

si deseas tan sólo vivir,

si deseas otro mundo raro,

si deseas cambiar tu matiz,

si deseas pasar por el aro

desea la paz para vivir,

desea un mundo logrado

que nace todo para nosotros,

no te des con un canto rodado,

date tregua, sé de los otros,

acaba con lo comenzado,

que la vida respire en tus poros,

encuentra siempre sendero,

desea una paz nunca vista,

ponle música al minutero,

disimula tu vena artista,

no pongas a nada un pero,

vive de manera altruista,

intenta ser siempre sincero,

nunca seas pesimista,

confía en el amor verdadero,

pierde el orgullo de vista,

ocupa si no ves casero,

vive de manera distinta,

renuncia al podrido tablero,

moja tus frustraciones en tinta,

sé tú mismo o sé diferente,

cámbiale a todo la pinta,

vive siempre el presente,

deja que todo exista,

sé un cobarde valiente,

apártate de lo victimista,

intenta tener limpia tu mente,

perdónate a ti mismo la vida,

ríete de lo consecuente,

no hurgues nunca en la herida,

deja tu idea patente,

canta tu canción preferida,

mira siempre al frente,

siente la voz del instinto,

recuerda lo que está ausente,

no digas nunca me rindo,

haz el amor frecuentemente,

cáete de un nuevo guindo,

di te quiero a quien quieres,

no hagas jamás la puñeta,

lucha si siempre tú pierdes,

no te cambies la chaqueta,

recuerda lo que tú eres,

mama siempre de la teta,

encuéntrate si te pierdes,

huye de las alcahuetas,

vive por que nunca mueres,

huye de las fingidas maneras,

refínate si tú quieres,

ama entre las trincheras,

vive esta vida de vaivenes,

haz del amor tu condena,

colecciona distintos sostenes,

sonríele a la oscura pena,

ponle negrura a los papeles,

sé de la alegría mecenas,

traspasa de luz a las pieles,

ponle a tu sordera antenas,

endúlzate con dulces mieles,

lucha contra las cadenas,

hazte fiel a los infieles,

mira la luz de las estrellas

y desea la paz siempre.

 

Por Cecilio Olivero Muñoz

 

Una visión peculiar sobre la literatura africana y latinoamericana.

Por Cristian Claudio Casadey Jarai.

 

Con el fin de legitimar la expansión colonial europea en África se han forjado a lo largo de la época de predominio del hombre blanco sobre el negro extraños conceptos convertidos en “tópicos literarios”. Si bien no se encuentran desprovistos de su realidad, sobrellevan una importancia completamente diferente, de un claro enfoque occidental. Las tradiciones orales, la poesía, el cuento y la leyenda son géneros africanos propiamente dichos, mientras que la novela es importada de Europa.

La africanidad se desarrolla, jamás permanece estática, y al igual que en la América Latina evoluciona y se desarrolla narrativamente como ha sucedido siempre en la historia universal de la literatura.

Continente de grandes contrastes, no es llamado negro solamente por el color de piel de sus habitantes, es por lo impenetrable de su naturaleza, en apariencia exuberante y simple a la vez. La imagen de África como un territorio virgen e imposible de  civilizar es a menudo similar a la asociada con Latinoamérica. La misión “educadora” que realizaban las potencias blancas sobre las razas consideradas inferiores, negros e indígenas, quedaba plenamente justificada a los “ojos de la ciencia y de la religión”.

Afortunadamente esos tiempos violentos han quedado en manos del pasado. El momento actual sin embargo, ofrece nuevos retos, más difíciles en cada nueva ocasión. La lucha contra los estereotipos y los prejuicios es uno de ellos.

Asociar a ciertas nacionalidades con algunos defectos, a menudo muy graves, es un recurso harto usado políticamente. Sólo basta recordar todo lo acontecido en las guerras, en la historia. También la literatura sabe aprovechar muy bien aquellos “tópicos”.

El negro e indio vagos y ladrones, el blanco racista y explotador, el judío estafador, el gitano delincuente y muchos más; son tácticas frecuentes para desmerecer a alguien y derramar infamias sobre ciertos sectores humanos.

La literatura africana y latinoamericana actual no ha podido todavía eliminar por completo los presupuestos ideológicos que se establecieron y repitieron hace tanto tiempo. A pesar de todo, se vislumbra una luz muy brillante al final del túnel.

Hoy en día, en especial gracias a internet, una nueva generación de escritores encuentra de una manera más o menos accesible poder expresarse en cierta libertad. Es de admirar como se multiplican los foros y portales literarios, en donde todo tipo de literatura se ofrece al internauta. Bien sabido es que los hábitos de lectura en internet no son los mismos que en el “papel”, pero más allá de toda crítica es destacable la oportunidad que brinda este nuevo medio (no tan nuevo ya) para expresar ideas que serían muy difíciles de exponer en otra manera. De alguna manera, se ha logrado “democratizar” el derecho a escribir, a manifestarse, a tener “los cinco minutos de fama” que tanto menciona  Warhol.

Ya no se trata de exteriorizar lo interno, es interiorizar lo externo, volver propia la realidad para poder plasmarla de una manera nueva, una visión completamente diferente. En ese punto se nota una gran diferencia entre la cultura africana, eminentemente colectiva, social, mientras que la latinoamericana es casi completamente individual, personal. Un equilibrio entre ambas es una ardua búsqueda constante.

Los escritores e intelectuales en general no permanecen ajenos al devenir de la historia, de los movimientos sociales ni de sus países. La literatura es un arma poderosa, la cuestión es usarla al servicio de la verdad.

 

 

Cabalgo

Corroída hasta los huesos

Espejismo débil de mis fauces

Cabalgo la noche en alazanes de pena

Despinto el sol en las madrugadas.

Me deje ganar por la victoria

Y perdí la partida contra el silencio

En las montañas repose el llanto

Corrompí tu imagen frente al espejo.

Me sacudí los olores de tu encuentro

Y amenace al amor

Cabalgo ahora en alazanes de tu suerte

Ya mi reflejo

Es una

Mentira

Errante

Entre

Ecos

Solitarios.

 

Por Gabriela Fiandesio

 

 

VIAJE A TU CUERPO

 

Te ves tan indefenso estando dormido… Te queda muy bien eso
de «niño grande». Camino alrededor de tu cama, silenciosa en medio de la penumbra. Me agacho para observarte de cerca. No me aguanto las ganas de tocarte. Mis dedos ruedan por tus mejillas. Me provocas
ternura. Te estampo un beso en la frente tan leve como el toque de
una mariposa. No te quiero despertar. Sospecho que sueñas con otros
mundos por la sonrisa que se dibuja en tus labios. Reparo en la mano
puesta sobre la almohada. Sigilosamente entrelazo mis dedos con los
tuyos. La caricia me estremece. La cercanía de tu boca me turba.

 

Me arrodillo frente a ti para observarte con más detalle. Con la punta
de los dedos recorro tu barba. Acerco mi cara para sentirla pero de
pronto te mueves y decido desistir. Observo tu cuerpo semidesnudo y
el ir y venir de tu suave respiración. Estás profundamente dormido.
No recordarás nada mañana. Deslizo mi mano y acaricio tu hombro.
Continúa mi recorrido y llego hasta tu pecho. Cierro mis ojos igual
que tú. Quiero grabarme el contacto con tu piel.

 

Así embelesada sigo hasta tu ombligo. Continuar ese rumbo parece una insensatez. Esto es más fuerte que yo, y después de pensarlo un segundo, me pregunto quién me podría acusar de insensata, si sólo estamos tú y yo. Siento la suavidad de la tela que te cubre. Tu cuerpo se despierta a mis caricias, mas tú sigues dormido, y nunca lo sabrás.

 

Aparto la mano avergonzada y ansiosa. Y cuando me doy la vuelta para alejarme siento que sujetas mi muñeca. Me halas hacia ti, rodamos y me atrapas bajo el peso de tu cuerpo. Siento tu evidente excitación entre tu cuerpo y el mío. Cubres mis protestas con tu boca y me voy de este mundo feliz.

 

Correspondo a tus caricias con igual intensidad. Tu cara entre
mis manos, tus manos en mis caderas. Poco a poco desaparecen mis
ropas sin que lo quiera evitar. Con igual desesperación retiro las
tuyas. Tu boca hace excursión por todos mis rincones, mientras yo
dejo escapar mil gemidos de pasión, esperando mi turno para reciprocarte. Cuando me llega el momento lo hago con total delirio,
asegurándome de arrancarte gritos de placer. Ahora sólo deseo que me hagas vibrar volviéndote uno conmigo…

 

A lo lejos se escucha la alarma del reloj despertador. ¡Hora de levantarse! ¡Maldición!

Febrero 2008

Por Ruth Evelyn “Jensy” Mendoza

 

I

Busca en mi juventud

un fuego de viento.

Retrata el color

de aquella expresión

(El viento y el tiempo

han borrado los recuerdos)

 

Por Gabriela Fiandesio

 

 

 

 

 

 

Crisis del capitalismo.

 

 Por Cristian Claudio Casadey Jarai

 

 

 

¿Quién de mediana edad no se acuerda de la caída del infame Muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética?

 

Muchos realmente no creían que alguna vez fuera a desaparece uno de los imperios más poderosos de la tierra, sin embargo la historia ha enseñado más de una vez como desaparecen civilizaciones y como emergen otras.

 

La contraparte del extinto gigante comunista parece ser que también llega a su ocaso. El malestar provocado por las incertidumbres económicas, las diferentes crisis que enuncian los medios de comunicación y un creciente descontento general podrían considerarse como los síntomas de una enfermedad que carcome a los países fuertes desde su interior. Muchos culpan a las guerras, a la inmigración, a la corrupción; cualquier cosa es buena como chivo expiatorio. ¿No será simplemente que ha llegado el final de un sistema económico tal cuál lo conoce el hombre? ¿Fin del capitalismo tal vez?

 

No es muy alocado el planteo. Ya anteriormente hubo quien mencionó (Francis Fukuyama) el fin de la historia.

 

En su momento fue muy claro para cualquier observador a la distancia el rotundo fracaso del comunismo, no como ideología, pues las ideas siempre se mantienen vivan mientras exista alguien que piense sobre ellas, tal es el caso del anarquismo para dar un ejemplo, en teoría vive y se encuentra posiblemente más vigente que nunca, pero en la vida práctica no se ve ni un tímido resplandor del mismo. Todavía falta mucho que aprender, la humanidad se encuentra en un permanente estado de cambio, a veces puede parecer evolución si se miran los adelantos científicos y tecnológicos, pero claramente es involución al tratar temas de igualdad social y fraternidad entre pueblos. ¿Será el conflicto un elemento siempre inmanente a la naturaleza misma de este cosmos, de esta realidad? Sin desear caer en largas discusiones metafísicas, es también la hora no solamente de un cambio a nivel económico, sino también de uno a nivel personal, espiritual, más allá de cualquier credo y/o religión, más allá del falso ecumenismo que propagan tantas iglesias; un compromiso con la propia esencia humana, con el corazón.

 

Es momento para que la poesía ablande las almas y abra los ojos a toda aquella verdad que permanece silenciosa y escondida a los ojos de lo cotidiano.

 

 

 

 

Tinta roja

Los dientes se sacuden/ dentro de mi boca

y queda ese sabor amargo en los labios/

despues del diagnostico fatal.

Regreso siempre, y nunca me he marchado/

Un hombre de mil fantasmas, coraza de piedra/

en año bisiesto/ tu enfermedad es la pureza

llámame antes de la muerte…

Una cadena de elefantes que respiran mi futuro/

un silencio mudo/ y descalzo que me hace

abrir los ojos en medio de esta noche azul.

Alzo los ojos y las manos/ mis dedos pueden alcanzarlo

Tinta roja en el césped…

Tinta roja en las manos…

Una muerte segura…

Un calor que hace que hoy escriba.

 

Por Gabriela Fiandesio

 

 

EL HIPPIE SOÑADOR

 

…es verdad lo que no conozco…

 

J.M. Caballero Bonald

 

Es una tarde de esas

hermosas y también cambiantes.

Los papeles gimen de sol amarillo.

Suena Suzanne en la radio

y los tiempos anuncian revolución;

cabello largo, sol de mediodía

hazme cantar la canción que sabes.

Los pollos negros son pasado,

las alegrías son futuras,

¡El siglo nos llama!

¡Venid todos a verlo!

Las apariencias todas engañan

y es verdad lo que no conozco,

veintitrés años en las rodillas,

un puente de alegre consuelo,

bailan las murallas y los muros suspiran;

¡vamos a cantar la canción de la noche!

¡a ver si la verdad viene pronto!

por que está breves ratos a solas,

respira en nuestros poros de la piel.

Suena a lo lejos la ignorancia,

te dicen unos: ¡Usted no sabe con quien

está hablando!

Te dan ganas de gritar: LIBERTAD.

Algo está cambiando,

¡las rosas nacen con eternas espinas!

Nos las pondremos en el pelo,

bailaremos locos,

viajaremos a la India

y reiremos por los rincones,

permitamos el amor,

suspiremos de los vientos del mundo libre,

andemos llorando de alegría en los patíbulos,

vivamos siempre aprendices de los ancianos,

que la vida corre deprisa en las palabras,

que los cielos son un mundo por ver,

que llamemos olvido a la superficialidad,

que movamos las manos levantadas,

que hagamos el amor de esquina a esquina,

(del lugar al momento),

del mañana hasta el presente,

todos unidos debemos renacer,

miramos otro mundo en nuestros corazones,

queremos el hoy de las armonías,

queremos ver salvajes azules en las miradas,

queremos por que podemos.

 

Por Cecilio Olivero Muñoz

 

nevandoenlaguinea@gmail.com

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10º NÚMERO DE LA REVISTA LITERARIA NEVANDO EN LA GUINEA

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10º NÚMERO DE LA REVISTA LITERARIA

NEVANDO EN LA GUINEA

NºX 28-10-2.008

 

 

EDITORIAL X

Reedición de clásicos

 

 

Esta semana se ha presentado un nuevo proyecto editorial de la Fundación Biblioteca de Literatura Universal y de la editorial andaluza Almuzara que, bajo el nombre de Colección Minor, pretende publicar obras clásicas de la literatura universal a un precio accesible. De momento han sacado a la luz dos libros, «Veintiún sonetos de amor y otros poemas», de Sor Juana Inés de la Cruz, y «Navegación a Oriente y Noticia del Reino de China», de Bernardino de Escalante.

 

Ni que decir tiene que proyectos como éste son imprescindibles, además de una muy buena noticia. Sabemos que en momentos de crisis es difícil que vean la luz proyectos de esta importancia. Además, como venimos comentando en algunos editoriales, parece a veces que la cultura no sea prioritaria en nuestra sociedad, que sólo aparezca como un ornamento que luzca en momentos de bonanza, pero que se deja de lado cuando las cosas van mal o hay otras prioridades. No ayuda tampoco la marginación de las humanidades en los planes de estudio de la educación secundaria y nos tememos que el Plan Bolonia de Reforma de las Universidades tenga más que ver con una mercantilización de los estudios universitarios, lo que con frecuencia no es compatible con según qué ramas del conocimiento en un modelo económico que ha dado prioridad a los beneficios rápidos.

 

Todo esto vuelve más loable el proyecto de la Fundación BLU y Almuzara. No negamos que las editoriales, por su carácter de empresas, procuran y necesitan un balance positivo en sus cuentas de resultados, pero es también evidente que dichas empresas poseen un compromiso social de primer orden, la cultura, y que no pueden ser frívolas con los contenidos ni con sus políticas empresariales. No estamos afirmando, evidentemente, que se homogenicen las colecciones y que todo sea serio e intelectual, hay cabida a todo tipo de obras y a todo un mundo de públicos distintos, con intereses diferentes y plurales. La cultura es poliédrica. Pero sí creemos que hay que apostar por colecciones no siempre rentables desde un punto de vista económico, aunque deberían de buscar al menos no ser deficitarias y para ello, a veces, sin duda es necesaria la ayuda pública.

 

Sabemos que otras editoriales de obras clásicas han tenido problemas para sacar adelante sus colecciones. Los costos de distribución y de difusión dificultan mantener en ocasiones las mismas. Pero la pérdida de estas colecciones produce un daño enorme a la cultura de un país, que en el caso español no podemos permitirnos. De ahí nuestro interés con que proyectos de este tipo salgan adelante.

 

Para más información:

 

www.fundacionblu.org

www.editorialalmuzara.com

 

 

ODA A LA SAGACIDAD BURÓCRATA

 

No tengo enfermedades contagiosas

ni taras en lo físico o mental

ni soy adicto a drogas ni las tomo.

No he ido a comisaría ni a prisión

por burlar la moral establecida

ni por tomar sustancias indebidas.

 

Jamás se me ha arrestado o condenado

por dos o más delitos ni he sufrido

prisión de cinco años ni de más.

No trafico con estupefacientes.

No pretendo enrolarme en su país

en bandas criminales ni emprender

actividades contra la moral.

 

No soy espía o saboteador.

Tampoco terrorista o genocida.

No he socorrido a la Alemania nazi

ni a sus compinches en sus malandanzas.

No voy a trabajar allí y jamás

me habéis negado acceso y deportado.

No he procurado entrar en su país

con pasaporte ajeno o ilegal.

 

No he retenido nunca criaturas

cuya custodia le correspondiera

a alguno de sus muchos compatriotas.

He obtenido el visado sin problemas

y no me ha sido cancelado antes.

¡Ah! Tampoco pretendo me asiléis.

Puesto en claro ya todo lo anterior,

to the best of my knowledge and belief,

señorita azafata amabilísima,

¿podría usted servirme más café?

 

Por Andreu González Castro

 

 

 

 

 

UNA MAGDALENA POR EL 11 S

 

Blancas como las panzas de las ranas

en la charca azul cielo,

las pecheras en cruz de los aviones.

 

Oh, my God! –repetían

llevándose las manos a la boca.

Dios mío, no el dolor

en abstracto: el dolor

que viene a la oficina

con legañas y un donuts y café.

 

Croan las ranas dentro de la charca.

La primavera trenza el terciopelo

del ruiseñor con el croar de ranas.

 

Llamando a Dios. Cambio.

Todas las unidades a Dios. Cambio.

Toda América llamando a Dios. Cambio.

Todo el mundo llamando a Dios. Cambio.

 

Por Andreu González Castro

 

 

 

 

El fin de semana

 

 

Nada más verle me di cuenta de que algo le pasaba, algo tremendo. Tenía la cara compungida, como si de repente hubiera caído sobre él toda la desgracia del mundo. Estaba sentado a la mesa junto a otros colegas, pero advertí que no se sentía bien porque su rostro reflejaba la mayor de las desolaciones posibles. Me senté a su lado y antes de que pudiese interesarme por él ya me hizo la pregunta: qué vas a hacer este fin de semana. Deduje que ya se la había formulado a los demás y que todos, saltaba a la vista, le habían dicho que se marchaban de la ciudad. Cuatro días de fiesta y el inevitable desabrigo de una ciudad tan funcional como Bruselas hacían ineludible la huida, llevábamos también muchas semanas dedicados casi en exclusiva a nuestros estudios, así que lo que menos queríamos era vivir, ahora que llegaba la primavera, la soledad más absoluta de un lugar que tan pocas ofertas nos brindaba cuando llegaban esos días de descanso. Para él cuatro días eran pocos días para poder volver a su casa, las comunicaciones eran escasas. Además, como su beca era ínfima, no tenía dinero suficiente para la vuelta en avión, única alternativa para aprovechar los cuatro días, o para marchar a otro lado. Había que añadir un horror casi enfermizo a la soledad, de ahí que su rostro mostrara bien a las claras el pozo de angustia al que estaba cayendo minuto a minuto.

Desde que le conocí me di cuenta de que padecía un íntimo terror a estar solo. Recuerdo que me fijé en él por la angustia que reflejaba su cara. Coincidimos la primera vez en unas jornadas sobre historia europea al que fui casi por casualidad y vi que llevaba un pequeño diccionario francés-español que consultaba con bastante frecuencia. En un descanso me acerqué a él y le pregunté si era español. Fui como una puerta que se abría de pronto tras una semana, que era el tiempo que llevaba en Bruselas, en la que había vivido en la más absoluta soledad. Por entonces apenas hablaba francés y no sabía ni inglés ni tampoco holandés, así que pocas oportunidades había tenido de conocer gente. Nos fuimos a tomar un café y en apenas media hora nos habíamos contado la vida.

Le habían dado una beca para un doctorado en historia moderna y era la primera vez que salía de España, si exceptuamos alguna estancia de horas en Portugal, cuya frontera quedaba a escasos treinta minutos del pueblo zamorano del que era oriundo. A medida que percibí ese terror íntimo que le aquejaba de un modo tan drástico fui reconociendo el valor que tuvo al salir de su provincia e ir a una ciudad a primera vista tan fría y poco amable como era Bruselas, aunque luego uno descubría su alegría interior, algo secreta, sin duda, y que costaba lo suyo descubrir, pero que existía. Ni que decir tiene que si no me hubiera conocido y no se hubiese cruzado con cualquier otra persona, habría podido caer en una depresión profunda o hubiese tomado tal vez una decisión errónea. Faltaba aún unos días para que comenzaran los cursos en la universidad, estaba llegando al límite en su estado de ánimo y además había tenido la mala suerte de alojarse en una de aquellas residencias universitarias tan lúgubres y sombrías que abundan en los centros universitarios y que quedaba a las afueras de la ciudad.

Como yo llevaba un año ya en Bruselas me había formado un núcleo de amistades y conocidos al que se incorporó él al principio como una tabla de salvación. Pronto se fue relajando y poco a poco desapareció la ansiedad que le había causado ese primer impacto de sentirse tan solo. Comenzaron las clases de la universidad y los logros que iba consiguiendo en el dominio del idioma le dieron confianza y recobró incluso el sentido del humor.

Hasta esa tarde, en que de nuevo aparecieron los nubarrones de la soledad. No contaba con que el jueves fuese festivo y que el viernes no había clase. Supuso, al saberlo, que los estudiantes belgas, holandeses, alemanes e incluso franceses de los departamentos más cercanos a la frontera volverían, muchos de ellos, a sus casas después de tantos meses sin apenas moverse de Bruselas, pero no contaba con que los españoles, portugueses, italianos y latinoamericanos íbamos a aprovechar esos días para nuestros propios planes de fuga. Isabel marchaba a Londres para visitar a su hermana que vivía allí con su marido y su hija. Sergio se iba a París con una enamorada reciente. Manoel visitaba Luxemburgo donde tenía familia. Y así uno a uno todos los amigos que iban pasando por el bar. Cuando yo llegué era prácticamente el último y el único recurso que le quedaba. Ver su mirada suplicante y sentirme responsable de él fue casi lo mismo. Además yo, que había sido la primera persona a quien había conocido allí. Me vi en la obligación de ser de nuevo su tabla de salvación. Lamenté por ello haber llegado tarde a nuestro habitual encuentro de las tardes. Si hubiera llegado antes, me dije, le habría podido decir que tenía planes y no me sentiría tan culpable. Pero, cómo decírselo ahora, cuando sus rasgos se iban descomponiendo por la ansiedad.

No le respondí en ese momento. Me levanté y dije que tenía que llamar a Raquel. Me dirigí al teléfono del café preguntándome cómo le plantearía a mi novia que tal vez no le acompañaría ese fin de semana a La Haya o que habría una tercera persona en nuestro viaje, planeado unos días antes. Sabía que no se lo tomaría muy bien. Pero era incapaz, maldita sea, de dejar a mi amigo en la estacada.

 

Juan A. Herrero Díez

 

 

 

 

 

 

 

 

 

INICIACIÓN AL LABERINTO

LA CIUDAD

 

No es sólo una ciudad: es la ciudad,

como el libro de libros es el Libro.

Es malla de avenidas y de luces,

Argos sin sueño pero con más ojos,

San Sebastián herido por los taxis,

Gran Cloaca cegada por el humo.

 

En su Downtown trafican con el humo

las corbatas de toda la ciudad.

Rascacielos insomnes como taxis

custodian los balances en el libro,

te uncen los aguijones de sus ojos

inyectados de sombras y de luces.

 

En China Town, con las primeras luces,

desaparece Fu Manchú entre el humo

para encarnarse en mil pares de ojos.

Y se revoluciona la ciudad,

en vez de tras de Mao y tras su libro,

tras el dólar sobado por los taxis.

 

Baja el río revuelto de los taxis

desde la Diamond Row lleno de luces,

brillos que le robó al pueblo del Libro,

y halla la 5ª un hombre casi humo

mendigando a los pies de la ciudad

con la angustia del frente entre los ojos.

Es Central Park un intermedio en ojos

de ardillas tan esquivas como taxis.

En el pulmón azul de la ciudad

la claridad no necesita luces:

se ha descorrido la cortina de humo

y la naturaleza se abre como un libro.

 

La miseria no cabe en ningún libro,

prefiere hacer su nido entre los ojos

que ha roto el crack y ahora vela el humo.

Donde no se aventuran ni los taxis,

no llegan los destellos de las luces

que deslumbran a toda la ciudad.

 

A nadie la ciudad mira a los ojos.

Plena de taxis, te dará en su libro

las luces, el embauco, el sueño, el humo.

 

Por Andreu González Castro

 

ODAS A MI HERMANA

(Escuchando a Alessandro Marcello-Oboe concerto

in C minor- Adagio- 4ª pista).

 

Hermana, mi delicia chiquita,

Mi antojo, mi primavera,

Mi tesoro, mi enjambre cargado de mieles,

Mi exquisita lucha ferviente,

Mi hermosa flor del agua,

Mi emotiva gardenia,

Mi romero espinoso,

Mi luciérnaga avispada.

Pequeña eres,

Pequeño es el lucero

Pero con una grandeza en la noche

Que alumbra el camino de los andurriales en tiniebla.

Pequeña eres,

Pequeño es el mundo

Y parece eterno.

Pequeña eres,

Pequeño es un pensamiento absorto

Y es el incansable ritmo de la libertad.

Pequeña eres,

Pequeñas son las canciones pequeñas

Y hermosas y con un mensaje triunfal.

Pequeña eres,

Pequeños son los niños y son la alegría

Del viejo mundo que da vueltas y más vueltas.

Pequeña eres,

Pequeños son los jazmines

Y es la flor más olorosa y embrujadora.

Pequeña eres,

Pequeños son los garbanzos y es la vitamina

Del pobre.

Pequeña eres,

Pequeños son los grillos

Y están cegados y plagados de noches.

Pequeña eres,

Pequeños son los placeres sencillos

Y sin ellos la vida no tendría sentido.

Pequeña eres pero con el corazón

Embelesado por los rumbos misteriosos

De la luna y las estrellas,

Y abrumada siempre por el designio

De la aurora que cierra su pestillo

Para exclusividad tuya.

(De su hermana menor).

Eres una azucena escogida para ser madre,

Eres tenaz e incorruptible

Pero eso son cosas que sólo sabemos tú y yo.

Recuerdo mis correrías a tu lado

Las bromas que te gastaba con tu maestra.

El aroma impregnado en tu piel

Cuando naciste.

Tu cabezonería al no querer besarme.

Tus juegos de niña graciosa.

Tus salidas de cuadro y tus fueras de tonos

Para hacer reír.

(Quien hace reír salva al mundo de la más

grande de todas las oscuridades).

Ten cuidado con el cornetín del infierno

Que anuncia altercados con tus seres queridos.

Yo sé que tu sueño es una profundidad

que nadie puede entender. Pero yo si entiendo.

Por que yo también la tengo.

Una profundidad donde todo cae

Hasta el vino cae a lo profundo del ser,

¿No va a hacerlo el sueño?

No pienses en los cobardes que un solo mundo quieren

Ni en los cabrones que a las cabras enseñan a ser ovejas.

Yo te puedo contar lo que quieres.

Quieres que el litigio entre la luz y la tiniebla

Sea un saludo cordial y termine con un apretón de manos.

Quieres que la noche desarrolle otro amor y se lo cuente

A los crepúsculos para que ellos sueñen con otra mañana azul.

Quieres coger distintas flores y unirlas todas en una armonía

Espectacular.

Quieres coger el bastón de tu abuelo y dibujar su silueta

Como un dibujo animado y bailar con él la canción de la felicidad.

Quieres hacer a la gente más bella por fuera

Para que sean bellos por dentro.

Quieres iluminar con focos de alegría los sueños marchitos.

Quieres reconstruir el rompecabezas de la vida.

Quieres pegar con pegamento escolar las ilusiones

Que se rompieron como copas de cristal.

Quieres sentenciar justicias para las injusticias.

Quieres alternar con un mundo en technicolor

Y pintar sin grises los días de lluvia.

Te quiero hermana. Te quiero como se quiere

A una hermana mayor aunque eres la pequeña.

Te quiero como se quiere a las fuentes del pensamiento purísimo.

Te quiero como se quiere a las mañanas blancas.

Te quiero como se quieren a los ríos trucheros.

Te quiero siempre. Y te quiero para siempre.

Eres una niña ya adulta furtiva de ansias de libertad.

Tus enfados son mis derrotas y tus sonrisas mi triunfo.

Entre hermanos no existen las discordias

Y se sufre cuando tu hermano sufre, por eso yo he querido

Escribirte esta oda cuando mi corazón tenía miles de mariposas

Felices dentro de él.

Dos hermanos se quieren por encima de todo.

 

Por Cecilio Olivero Muñoz

 

 

AMERICA THE BEAUTIFUL

 

América, he llegado hasta tu nombre

desde un cansancio hereditario

para traerte desde Europa

la fruta amarga del insomnio.

 

La pobreza harapienta se hacinaba

en camarotes de tercera

rumbo a la tierra prometida.

La flor de las axilas exhalaba

un aroma de sueño mutilado.

 

Fueron días y noches una noche

perpetua en las sentinas

de la desesperanza.

Fueron días y noches una noche

multiplicada por el hambre

y la sal encrespada del océano.

 

Pero ahora digo “fueron”

y los conjuro “fueron”

porque el ojo bullente del naufragio

no se fijó en nosotros.

 

América, he llegado hasta tu nombre

con este cuerpo por que trepan

la miseria de mis antepasados,

el ansia de justicia,

la luz del porvenir.

 

Rusia, Italia y Polonia son palabras

cuya música suena en la distancia,

tan solo en la distancia,

con bello acento de melancolía.

 

Pero, América, América,

hasta los lamparones de mi traje

se alegran con la magia

de tu hermosa bandera constelada.

 

 

Por Andreu González Castro

 

 

 

 

 

PASO A PASO

 

Me sirves un primer plato

Y luego me acuesto un rato,

Paso por escenarios

Paso por chungos tinglados.

Paisajes desfigurados

Los cambio por tabaco,

Mogollones de escarnios

Los cambio por un pasado.

Sonrisas de prestado

Las cambio por altercados,

Murmullos muy cabizbajo

por sermones muy caducados.

Cambiadme un vocablo

Por un ensimismado morado,

O ¿Me cambias la caspa de antaño

Por un minuto de talento enojado?

No quiero darte bocados

En la cuenca aquella del callo,

Cambiadme este alegato

Por pringue para un yo desgajado.

Sé tú, y yo miro de soslayo,

Sé yo y te muestro el culo blanco,

Desmigájame el yo cabreado

Y te limpiaré tu culo pardo.

No quieras que no me quede harto

Si de alpiste me da el desmayo

Y el alambique lleva el multigrado;

Dame el yo que es mío y de mi paso.

No me des lenteja lenta del tejado

Y dame sopa a toca teja soterrado,

Dame la letra y comete el gajo,

Yo partiré muestras y daré abasto.

Toma esta pelea de gatos

Y vete a abrir la puerta al borracho,

Saca tu lengua de gorila bigardo

Y cabréate con quien te saca el ancho.

Vete donde den canelones baratos

Y comete del pollo hasta el cartílago,

Cuidado, no te atragantes, cuidado,

No te vaya a dar la del “pata de palo”.

O te quedarás desnuda y sin guisado,

Aunque tú quieres un marido esquilado,

Y que cada mes te suelte en metálico

Y por la noche esté esperando empalmado.

Preferir, prefieres al bueno de Jairo,

O al que antes llamabas tu cuñado,

O aquel que se quedó loco de tanto chasco,

O el pelele del tercero que se tiró del cuarto.

Un día tus hijos se habrán casado

Y tu marido estará esperando de buen año

En que tú cambies tu pensamiento pesado

Y cambies la remuda por un camisón descotado.

Invítame al baile del mal palabro,

Invítame con mi mal paso,

No traeré ni vela ni candelabro

Traeré una cruz y un yo escalabrado.

¿Para qué quiero yo morir gritando

Si muero poco a poco y silenciado?

¿Para qué quiero yo vivir cantando

Si canto día y noche y musitando?

¿Para qué quiero morir tumbado

Si doy tumbo a tumbo, mil portazos?

¿Para qué quiero yo mirar a un lado

Si me ven en los reflejos del charco?

¿Para qué quiero morir fracasando

Si mi muerte es aquel fracaso?

¿Para qué quiero mirar el rastro

Si mirando yo no veo mi parpado?

¿Para qué quiero seguir mirando

si sin mirar no veo nada cercano?

¿Para qué quiero sentirme lejano

Si mi derrota es eso, ser mundano?

¿Para qué quiero levantarme temprano

Si mi pena es vivir siempre solitario?

¿Para qué quiero vivir soñando

Si mi realidad es verme despreciado?

¿Para qué quiero soñar amando

si mi amor es amor soñando?

¿Para qué quiero morir amando

si al amar muero por descontado?

¿Para qué vivir de amores pasados

si mi gozo en un pozo y no lago?

¿Para qué quiero sentirme amado

si cuando pase un rato sólo fue rato?

¿Para qué quiero de flores un prado

si no hay flores ni hermoso prado?

¿Para qué quiero ser un milagro

si no hay milagro tras este fracaso?

¿Para qué quiero ser cuento soñado

si el cuento se sueña y no hay milagro?

¿Para qué más llantos y tantos tratos

si no hay trato malo sin llanto sano?

¿Para qué quiero rumores de vecindario

si los vecinos sólo hablan murmurando?

¿Para qué quiero puentes hacía mi ocaso

si el ocaso es muerte sin sol y ser anciano?

¿Para qué quiero yo mi voz sonando

si es sonido mi voz y un todo claro?

¿Para qué quiero yo fuegos fatuos

si son fuegos de artificio ya enterrado?

¿Para qué quiero yo canciones denotando

si la nota la doy sin cantar demasiado?

¿Para qué quiero yo morir cantando

si cuando muero yo ni siquiera canto?

No quiero más hacer caso del gargajo

Por que lo lanza el puro populacho,

No quiero hacer caso del clavo

Si me clavan lo oscuro de ese muchacho.

No quiero serpentinas del cigarro

Si son luces y volantinas del diablo,

No quiero más clemencias si pillado

Yazgo seco y mutilan al garbanzo.

No quiero bofetadas por colgado

Si voces doy contra lo estipulado,

No quiero frenos contra el cotarro

Si el coto para unos pocos está vedado.

No quiero gargantas esperando

Y estómagos vacíos sonando,

Quiero para el pueblo el caldo

Y tiren el candado del dispensario.

Quiero para el pueblo que esté harto

De lenteja, alubia y sancochado,

Quiero para el pueblo arroz guisado

Y no del señoritingo lo que ha dejado.

Quiero hacer el amor hasta mareado

Y no marearme a paso lento, despacio,

Quiero vivir con plenitud y volando

Y no caer en los portales del llanto.

 

 

Por Cecilio Olivero Muñoz

 

 

LLAMADAS DESESPERADAS

 

A las victimas del 11-M.

 

Da la llamada y tú no lo coges,

Las noticias son tan desalentadoras

Que en un chasquido de dedos

Me pongo el abrigo y me lo quito

en otro chasquido de dedos.

Da la llamada y tú no lo coges.

Dan ganas sólo de llamarte

Y tu no lo coges, ¿Lo cojerás?

La desesperada voz del duelo

Se cierra como un torrente

De oscuridad y llanto desgarrado;

Yo tengo que hacer algo pero

No sé el qué. Ni por qué

Pero necesito saber lo que es de ti

Por que te quiero como a nadie.

No hay en ti respuesta, sin embargo:

Yo te llamo y te llamo y amo

Una voz que es la tuya y vuela

Como un colorido ave por mi

Corazón que ansía, poder tenerte,

En mis brazos y aliviar lo que sólo

Puede aliviar tu corazón a mi lado.

Da la llamada y tú no lo coges

Luz de mi corazón, ¿Dónde estás?

 

Por Cecilio Olivero Muñoz

 

 

 

 

4º NÚMERO DE LA REVISTA LITERARIA NEVANDO EN LA GUINEA

nevandoenlaguinea@hotmail.com

e-mail: nevandoenlaguinea@hotmail.com

Nº IV                                                                  06.09.2.008

4º NÚMERO DE LA REVISTA NEVANDO EN LA GUINEA

 

  EDITORIAL

Sobre reconciliaciones,

memorias y desmemorias históricas

 

El juez Garzón, que ejerce sus funciones en la Audiencia Nacional española, ha subido un peldaño en el debate sobre la Guerra Civil, la represión en los primeros años de la dictadura y la memoria histórica al exigir a la Iglesia Católica el acceso a los archivos sobre desaparecidos. Esta petición ha sido y es polémica, no sólo por lo que respecta a las competencias de la Audiencia Nacional y sus posibles consecuencias judiciales, sino porque ahonda un debate creado a partir de la Ley de Memoria Histórica que aprobó el gobierno de José Luís Rodríguez Zapatero y en un país, España, cuya transición fue fruto en gran medida de cierta “voluntad de olvido” de todo lo ocurrido entre 1939 y 1975, olvido auspiciado por un llamado “espíritu de reconciliación” promovido, por un lado, por un sector mayoritario del aparato franquista que, una vez muerto el dictador, apostó por la democratización y las dos fuerzas entonces mayoritarias de la oposición, PSOE y PCE, por el otro.

 

No creemos que sea éste el lugar idóneo para un pronunciamiento o para abrir un debate sobre esta decisión del juez y sobre la polémica sobre la memoria histórica, hay otros espacios más adecuados para opinar sobre la oportunidad política de las mismas. No obstante, no podemos mirar a otro lado cuando de la Guerra Civil se trata, no sólo porque aquel conflicto despertó pasiones políticas de las que el mundo cultural español no fue ajeno, sino por lo que significó también en la conciencia de todo el mundo. De allí que gran número de escritores de todos los países asistieran sobrecogidos a un conflicto respecto al cual muchos de ellos se pronunciaron y se comprometieron. Nombres como César Vallejo, André Malraux, Georges Orwell, entre muchos otros -la lista sería enorme- están asociados de un modo u otro a esa guerra. No digamos ya los escritores españoles que vivieron de primera mano la guerra, la sufrieron, muchos se comprometieron políticamente y algunos murieron como consecuencia del odio.

 

La Guerra Civil significó en el terreno cultural una brecha enorme entre dos etapas, una primera que el profesor José Carlos Mainer calificó como edad de plata de la cultura española, que ocupa los primeros treinta y nueve años del siglo XX, y una segunda etapa, la posterior a la guerra, en la que muchos autores de aquella primera etapa continuaron su obra fuera de España, en el exilio, y dentro del país comenzaron a aparecer nuevos autores, sobre todo a partir de finales de los cuarenta, que tuvieron que enfrentarse a la censura y a la cerrazón cultural pero además iniciaron sus carreras literarias sin apenas contacto con los escritores de las generaciones inmediatamente anteriores. La guerra fue un corte duro que empobreció bastante al país. No podemos olvidar que durante los primeros años del siglo coincidieron escritores realistas, naturalistas, modernistas, la Generación del 98, los surrealistas y la Generación del 27, que hubo también un renacer de las literaturas catalana, gallega y vasca. En este sentido, un buena muestra del ambiente cultural del Madrid de entonces la encontramos en la obra de Rafael Cansinos-Assens «Novela de un literato español»

 

La guerra vino a disolver con una violencia feroz las esperanzas de cambio social, político y cultural, su propio desarrollo. Supuso un periodo de tinieblas y de opresión cruenta que ahora intentan endulzar a veces como si la historia fuese otra. Creemos por todo ello que es importante recuperar el recuerdo de aquellos que murieron, sean quienes fueran y cualquiera que fuese su condición. Es importante para las familias de los que murieron, pero también para toda la colectividad. Nosotros no partimos del olvido, consideramos que hemos de conocer los fundamentos de nuestra historia no sólo, como dice el tópico, para no repetirla, sino sobre todo porque modela en gran medida lo que somos ahora. Es cierto que la España actual es distinta a la de entonces. Así lo apuntaba Max Aub en «La Gallina Ciega. Diario Español» al escribir sobre su vuelta a finales de los sesenta y no reconocer en el país que visitaba la España que dejó treinta años antes. La diferencia con la España de hoy es mucho más marcada. Pero nos resulta evidente que muchas de las claves políticas, sociales y culturales actuales están determinadas por la guerra y la dictadura que la siguió. Tampoco compartimos la opinión de algunos cuando se oponen a proyectar luz a lo ocurrido porque, dicen, sería “abrir heridas“. Las heridas están allí y no por no hablar se elimina el dolor.

 

Sin embargo, hay claroscuros en esta voluntad de sacar a la luz a las víctimas de la guerra y de la represión posterior. Nos gustaría que, cualquiera que fuera la posición política que defendieran en su momento, no se discriminara a las víctimas, personas concretas al fin y al cabo, con sus decisiones e ideales compartidos o no. No significa esto que seamos equidistantes y afirmemos que los bandos en conflicto fueran iguales. Sabemos por ejemplo que había una legitimidad política y jurídica, y que el llamado bando nacional se levantó en contra de la República en gran medida para defender los privilegios de unos pocos. Pero también sabemos que ninguno de los dos bloques era homogéneo y consideramos también que hay víctimas ante las cuales algunos sectores, entre ellos algunos progresistas, pasan de puntillas. Andreu Nin desapareció, fue calumniado y finalmente asesinado sin que haya mucho empeño por saber cómo fueron sus últimos momentos y dónde se hallan sus restos, salvo por un pequeño sector afín a las posiciones políticas del dirigente y, no lo olvidemos, buen traductor de literatura rusa al catalán y al castellano. Es loable en este sentido el libro de Ignacio Martínez de Pisón «Enterrar a los muertos» porque nos presenta aspectos incómodos del bando republicano que, sin embargo, ocurrieron y deben ser aclarados.

 

En definitiva, apoyamos todo proceso que busque dar luz a tanto horror. Pero no queremos que se haga, como tantas cosas, a medias. Hay que honrar a los muertos, pero también hacer justicia. No se puede, creemos, afirmar que la dictadura se sustentaba en la ilegalidad y no anular las sentencias que sufrieron muchos republicanos “por sedición”. No se puede mirar hacia otro lado en aquellos aspectos molestos. A veces tenemos la sensación de que hay demasiado ruido para muy poco. Por nuestra parte, nos gustaría potenciar en la medida de lo posible un ambiente cultural que se pareciese al de esos primeros años del siglo XX en cuanto a intensidad y pluralidad. Aunque somos conscientes de lo difícil del empeño en un país que a veces, nos parece, no quiere enfrentarse de verdad a sus propios fantasmas y ha optado por simplificaciones que poco ayudan a la profundización de la realidad y por un modelo de democracia que cuenta cada vez menos con los ciudadanos.

 

 

 

 

 

MEMORIA HISTÓRICA

DE ESPAÑA

 

Cuántos muertos llevan olvido

escondido entre las duras y frías piquetas,

un olvido callado y con sabor a vacío dolido

que se aposenta oculto en las cunetas.

Olvido es el olvido de un pueblo sufrido

que recorre su paso en la voz de las biznietas,

olvido que olvidó a su muerto podrido,

a olvido saben esas lágrimas de los poetas

que se hacen de polvo entre lo ocurrido,

olvidan su sudor, ya seco, en las camionetas

que llevaban al patíbulo el ladrido

de las rabias negras de las analfabetas,

olvido de tiempo descalabrado y detenido

entre las ingles echadas de las puñetas,

olvido entre hermanos que trepan del olvido,

olvido de las miradas y de las metralletas,

olvido, todo es olvido que se ha perdido

entre los colchones y las viejas maletas,

olvido a lo del todo desconocido,

olvido entre el sol de los planetas,

olvido del recuerdo en un olvido tan herido,

al olvido se seca la sangre de las afiladas bayonetas,

olvido siempre es un descuido tan temido…,

al olvido lo quieren las melladas ruletas,

olvido entre llagas de dolor curtido,

entre el dolor del olvido se topan las escopetas,

se topan con el olvido transmitido

de abuelas, madres, hijas y hasta nietas,

el olvido hace demasiado ruido,

el olvido lo enseñan las alcahuetas,

el olvido es miedo concluido

de los malditos que en tiempos de paz llevan caretas,

miedo es olvido y olvido es lo parido

por mujeres que olvidan cuales fueron sus metas,

olvido es una memoria del olvido

y al olvido besan las sombras entre esas cunetas.

 

 

                                             Por Cecilio Olivero Muñoz

 

 

ESA MUCHACHA LLAMADA:

LATINO-AMÉRICA

 

Latino América es una beata

a los ojos de un santo,

que corre loca con alpargatas

y besa mis labios de tanto

[en tanto.

América se me sube por las patas,

es una muchacha a la que le canto

boleros entre las matas

del “te quiero” y del espanto.

Es una muchacha que anda a gatas,

es lamento que quiere ser canto,

es sonora de cumbias, valses y bachatas,

es tapia que se alza en quebranto,

es inocencia entre falacias candidatas,

es olvidar en invierno el manto,

es el fin y la postdata,

es perla negra del llanto,

es muchacha sencilla y mojigata,

es obra desnuda y calicanto,

es una tribu india a la luz de la fogata,

es encanto y desencanto,

es opiata y rumpiata,

es chamanto y adelanto,

es uniata y arriata,

es rosa de amianto y eterno planto,

es mestiza y es mulata,

es el entretanto y es el cuanto,

toda ella es sueño de bronce y carcajada de plata,

es cebiche y es curanto,

es carcocha y es hojalata,

es orquídea y es amaranto,

es una muchacha bella y calata,

es zopilote y es abanto,

es serenata, es sonata, es cantata,

es quetzal y es alicanto,

es chiquilla neonata, es pequeña niñata,

es brebaje de mastranto,

es una muchachilla insensata,

es mata de patata y es hermoso corisanto,

es especial torbellino y catarata,

es gracia grata y es malagracia ingrata,

es mujer que tiene siempre tanto…

es descanso austral y es poeta maganto.

 

Por Cecilio Olivero Muñoz

 

PENUMBRA

 

Les vi llegar por la carretera y luego desviarse por el camino que llevaba directo al caserío. Supuse quienes eran. Desde que volví sabía que más tarde o más pronto se pasarían por aquí. Claro que no tenía nada que temer. Iba a ser un mero trámite, algo normal si me ponía en su lugar.

Los tres coches se pararon delante de la entrada. Yo les esperaba en la misma puerta. Se bajaron y me enseñaron las placas y la orden judicial de registro de mi casa. Uno de ellos llevaba la voz cantante, era el que mandaba. Me dijo que tenían autorización para registrar el caserío y me preguntó si tenía algo que manifestar antes de entrar. Le dije que sólo la mitad de la casa estaba ocupada por mí, el resto se hallaba vacío, y que no iban a encontrar nada. No hizo comentario alguno. No estaba nervioso, sólo incómodo ante la situación. Igual que yo. Les pedí antes de entrar que no desorganizaran mis pertenencias. Al fin y al cabo, pensé, iban a encontrar bastante orden, un par de armarios con ropa, poca, un par de habitaciones con libros bien distribuidos en la estanterías y luego la cocina. No se apure, me dijo el que mandaba. Les abrí la puerta y comenzaron a andar por el pasillo de la planta baja, no sin un cierto titubeo, como si tuvieran antes que reconocer el espacio por el que avanzar. Abajo está la biblioteca y la cocina, les dije, arriba un solo cuarto está ocupado, mi habitación, y un baño.

No sacaron ningún objeto de los armarios, palparon la ropa y observaron si había tabiques. Los libros los hojearon sin moverlos de su lugar. En la cocina sólo hubo una mera observación ocular. Entraron en los cuartos vacíos y salieron de ellos casi de inmediato. El ordenador ni lo tocaron. Entendí que en realidad no buscaban nada. Deduje que ellos mismos asumían aquel registro como una mera formalidad y que sabían de antemano que nada iban a encontrar.

Tiene algún inconveniente en venir a declarar a comisaría, me preguntó el que mandaba. Le pregunté si iba a necesitar abogado. Contestó que no. Ni siquiera añadió el clásico de momento, dicho siempre con el retintín aquel que dejaba entender que iban a por ti, que algo sabían y que acabarías acusado. Le pregunté si podía ir en mi coche. No hay problema, me dijo. Las llaves estaban en uno de los cuartos con libros, el que me servía ocasionalmente de despacho. Entré, luego agarré mi chaqueta en el recibidor. Cuando quieran, les dije. Salimos. Ellos se subieron a sus coches y yo anduve hasta el mío, unos metros más allá.

Por el camino pensé en el que mandaba. No parecía mal tipo. Serio, eso sí, y algo distante, pero se mostraba educado. Tampoco exhibía aspereza o rencor hacia mí, hubiera sido normal, al fin y al cabo el pasado era un peso bastante cargado de odios y recelos, y sin duda alguien cercano a él habría muerto o estuviera herido en algún momento. Él mismo, quizá, hubiera podido ser alguna vez víctima de alguna acción. Debe de saber bastante lo que hay, me dije. Pensé que me gustaría saber algo más de él, de su vida. Desde hacía tiempo me interesaba la vida de la gente, de los míos, de los que fueron los míos, más bien, y de los que habían estado al otro lado, los enemigos.

No tardamos en llegar. Subí a la primera planta. Espere un momento, me dijeron. Me senté en un banco. Contemplé la comisaría, que tenía el mismo aspecto desastrado que todas las comisarías que yo conocía. El que mandaba apareció de pronto tras una puerta. Puede pasar, por favor, me dijo. Me levanté. Entré en su despacho. Me apuntó una silla y me senté. Él se sentó delante de mí, hojeó unos papeles y luego me miró. Cuánto tiempo lleva aquí, preguntó. Tres meses, respondí. No parecía con muchas ganas de interrogarme. Había adoptado un tono más bien acorde a una simple charla, un mero intercambio de información, nada más.

Mire, me dijo de pronto con un tono más firme, aunque sin abandonar un dejo de intimidad que buscaba a todas luces conciliarse conmigo, tenemos la convicción de que usted nada tiene que ver con la organización. Calló, supongo que para saber si yo iba a decir algo. Me mantuve en silencio y entonces él continuó. Es un trámite sin importancia éste de hoy. Por otro lado, somos conscientes de que usted cumplió su castigo, cinco años, ¿no?, y un par de años fuera del país. No obstante nos vemos obligados a preguntárselo de un modo oficial, aunque sé que nunca me respondería afirmativamente, pero ¿tiene usted algo que ver con la organización? No pude disimular una sonrisa un tanto sarcástica. Si tan informados están, le dije, sabrán que discrepé en prisión con su línea política y fui expulsado por ello, además usted vive aquí, habrá visto las pintadas contra mí, ¿de verdad cree que puedo seguir perteneciendo a la organización? No respondió. Volvió a hojear los papeles. Empecé a preguntarme para qué me habían hecho ir a la comisaría. Además, la ciudad era pequeña, había muchos ojos que veían lo que pasaba y sin duda muchos sabrían a esta hora que la policía había ido a mi casa y que yo estaba en la comisaría.

Tiene usted razón, continuó, sabemos todo eso, pero me gustaría saber a qué ha venido aquí, sobre todo si ya sabía que no iba a ser bien recibido. Pensé que para hacerme esa pregunta no había hecho falta llevarme hasta allí. Esta es mi tierra, contesté, llevaba mucho tiempo fuera, ellos saben que yo no soy peligroso ahora para nadie. ¿Ellos?, me interrumpió, entonces ¿está usted en contacto con ellos? Comprendí la razón para hablar conmigo. Querían saber hasta qué punto conocía yo el grado de organización interna, si había hablado con alguien y, sobre todo, si podía dar información. Mire usted, repliqué no sin mantenerme distante y con intención de no parecer irritado, llevo siete años fuera de la banda, no sé más de lo que sabría cualquier persona informada de lo que pasa aquí, además ya se encargan ellos de que no tenga mucho contacto, ya se habrán imaginado que ustedes podrían venir a sacarme datos y no soy ahora mismo una persona de confianza. Comprendo, me dijo y volvió a hojear los papeles.

Quiero que sepa que es el juzgado quien nos ha pedido que hablemos con usted, confesó, por nuestra parte no tenemos nada contra usted. Pero les gustaría recibir cualquier dato que yo pudiera aportar, ¿no es así? Mi pregunta no pareció sorprenderle. Me miró. Me dijo que sí, casi en un susurro. Pues no sé nada, le dije, puede creerme o no, pero no tengo nada que ver con ellos. Ni ganas, añadí. Se había abierto una herida interior. Una herida conmigo mismo. Me sentí extraño, entre sucio y liberado, no lo sabría decir con certeza ni por qué. Me miró como si todavía tuviera una pregunta más que formularme, pero no llegó a hacerla.

Diez minutos más tarde estaba de nuevo en mi coche. Conduje por algunas calles para volverlas a ver, para volver a la pequeña ciudad que tanto había cambiado. Eran pocas las veces que iba a la ciudad. Acababa de llegar y era como si evitara ciertos lugares, a ciertas personas. ¿Para qué había vuelto, entonces? La pregunta me la había formulado yo mismo muchas veces. Siempre sin respuesta. No en vano, seguía en mi cabeza la idea de irme de nuevo del país, lejos, bien lejos del valle, de la ciudad, de todo lo que había sido mi vida. Había regresado hacía tres meses para comprobar si era capaz de enfrentarme a los fantasmas. Lo era, completamente capaz. Estando comprobado, entonces, ¿por qué seguir aquí? Salí de la ciudad y me encaminé por una carretera estrecha hacia mi caserío. Estaba comenzando a anochecer. Me sentí de pronto tremendamente solo.

 

Juan A. Herrero Díez

 

MI ORBE EN LA URBE

 

Mi orbe está en mi urbe

y son los chicos de mi barrio

los que buscan canción que nos disculpe

sintonizan la rumba por la radio

y hacen el desbarajuste

de meterse en los armarios.

Mi orbe está en mi urbe

esperamos inocentes el agüita de mayo

y le echamos alpiste al embuste

nos ponemos con desdicha a diario

unos regatean otros dan su chute

otros hacen breve pedagogía del plagio

y otros juegan al tute

lo mal ganado por lo bien prestado.

Mi orbe está en mi urbe

porque nace fría la crisis del vocabulario

y la ambigua jerga del lumpen

nos enseña a acomodarnos el lomo proletario

recortando estrellas con un cúter

aunque a ratos os parezca estrafalario

pasando de narices de los chutes

y de la basura orgánica del vecindario

van con la prisa vegetal de la costumbre

entre la ruda sombra del sicario.

Mi orbe está en mi urbe

brote generoso del camello y del dromedario

y los chiquillos escupen

los malos aires a vecinos solitarios

lo hacen sin que ni se inmuten

dándoles cansadas patadas al diccionario

para que los futuros se les disimulen

y se rían de un borracho legionario.

Niño, toca las palmas y sube el volumen:

¡Mi orbe está en mi urbe!

Mi barrio es extraordinario

y los problemas se intuyen

somos los palomos ordinarios del extrarradio

donde las Marujas se discuten

los perros se quedan enganchados

dejamos a los curiosos que se pregunten

mientras llenamos de humo los lavabos

dejando atrás nuestro lumpen

y el ambiente gris-asfalto carcelario.

Así es la vida del lumpen…

pues mi orbe está en mi urbe

y ni nada ni nadie se inmiscuye

y nos encuentran bajo la sombra del calendario.

 

Por Cecilio Olivero Muñoz

nevandoenlaguinea@hotmail.com

e-mail: nevandoenlaguinea@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

EL DOCUMENTO

 

El documento

 

 

Nada más lo tuvo entre sus manos, intuyó que más pronto o más tarde acabaría detenido. Era consciente de la falsedad de aquellos papeles, por mucho que su interlocutor le hubiese dicho que no pasaba nada. Pero no era tonto y bien sabía que aquello no era normal. Se quedó un instante mirando el documento, el más importante de los tres que le entregaron y por los que estaba pagando un buen dinero, dinero del que tampoco estaba sobrado. Era un cartón rectangular de color marrón claro, casi amarillo, en una de cuyas esquinas estaba su foto. Constaba otro nombre, Carlos Pereira Gonçalves, pero la foto era la suya y por un momento se imaginó siendo Carlos Pereira Gonçalves, ciudadano portugués, peón de la construcción y emigrado a España. No tenía muy claro cómo vivía un portugués, si se parecía más a un brasileño, por aquello de que hablaba el mismo idioma, un poco más nasal, tal vez, y menos musical, pero el mismo idioma al fin y al cabo, o a un español, porque no dejaban de ser vecinos en la esquina aquella del sur de Europa. Se sintió, en todo caso, extraño porque su foto apareciera junto a un nombre distinto al suyo puesto que él, pese a todo, seguía siendo la misma persona.

La voz de su interlocutor le devolvió a la realidad. Le pagó lo acordado. Metió el carné y las dos hojas en el bolsillo de la chaqueta y se despidieron no sin frialdad y cierta premura. Volvió a intuir que aquella compra le reportaría en un futuro más o menos distante problemas con la policía, no en vano se hablaba mucho de otros compatriotas detenidos después de uno o dos años de trabajo duro con un documento como el suyo en el bolsillo. Decidió en ese momento que éste iba a ser el plazo que se daba, dos años, durante los cuales trabajaría como Carlos Pereira Gonçalves y enviaría a su familia en Rondonha todo el dinero posible, y no le iba a resultar difícil ahorrar mucho dinero porque tampoco era de los que despilfarraban en cerveza y farras. Después, si no era detenido, si tenía esa suerte, si todo transcurría con relativa tranquilidad, relativa porque la amenaza estaba allí, sobre él, volvería a su ciudad y con el dinero ahorrado abriría cualquier negocio y podría trabajar y ganarse la vida y nunca volvería a salir de su tierra ni a separarse de los suyos y sería entonces feliz y no tendría preocupaciones, como las que tenía en ese momento en que, tras despedirse del tipo aquel que le había vendido los papeles, avanzaba por una calle fría y oscura hacia su casa, casa compartida e impersonal, pero en la que vivía desde hacía meses, y caminaba mientras llevaba en su bolsillo un documento con su foto y otro nombre, y que no acababa de sentir como propio, aunque dependía de él, aunque su vida, a partir de ese momento, iba a estar en manos, en gran medida, de ese trozo de cartón con su foto y un nombre que no era el suyo.

Miraba a todas partes, temiendo que apareciera de repente un policía de migración y le preguntase su nombre. Ya sabía, en ese caso, lo que debía responder a partir de ahora: Carlos Pereira Gonçalves, ciudadano portugués, peón de la construcción y emigrado a España. Lo tendría que decir, se dijo, con calma y desenvoltura, como si realmente él fuese Carlos Pereira Gonçalves y toda la vida hubiese sido ciudadano portugués, aunque qué raro era ser portugués, se le ocurrió, y no saber nada de Portugal, salvo que hablaban como si estuvieran permanentemente constipados. Y qué raro era haber trabajado toda la vida como peón de la construcción, cuando nunca había trabajado como peón y ahora estaba aprendiendo el oficio, y lo era también, extraño, añadir a su condición laboral la de ser emigrado en España, país del que tampoco sabía mucho más cuando llegó, pero al que se estaba aclimatando no sin alguna dificultad y sobre todo mucha nostalgia porque nunca antes había salido de su país. Todo lo debía decir con seguridad, de un modo seguro, elocuente, si lo decía con seguridad, de un modo convincente al policía que sin duda le observaría con toda la atención, despojaría en él, sin lugar a dudas, cualquier atisbo de recelo que ese mismo agente de la autoridad, experto en tales menesteres de documentos ciertos o falsificaciones, pudiera tener.

Torció finalmente hacia la derecha y allá enfrente, a escasos trescientos metros, estaba su casa. No obstante, a pesar de la cercanía del portal, aumentó más el miedo de que apareciera de pronto uno de esos policías de rostro irritado, imaginó, cuya función era perseguir a personas como él. Pensarlo de este modo le sorprendió, porque no se consideraba un delincuente, un bandido, y pensar que había policías que perseguían a “personas como él” le inducía a verse como un fuera de la ley, pero si al final había accedido a comprar una identidad, se dijo, para convencerse de que había hecho lo correcto, para quitarse de encima la culpa que le empezaba a angustiar, era porque no le quedaba más remedio ya que si quería trabajar y ganarse la vida honradamente, pues era esto y no otra cosa lo que él más deseaba y a lo que había ido a hacer tan lejos de su casa, no podía hacer nada más. Seguro que era esto lo que debía de decir si le detenían, aunque no estaba convencido de que sirviera de nada, porque al fin y al cabo estaba contraviniendo la ley. Y darle vueltas a todo esto le hacía temer más la presencia de un policía alrededor de su casa y estaba sudando la gota gorda pues el temor se había vuelto terror y angustia, y creyó que iba a tener, él y sólo él, la mala fortuna de que le trincasen no a los dos años de comprado el documento, sino prácticamente a los dos minutos de habérselo metido en el bolsillo y a escasos cien metros del portal de su casa.

Pero al final llegó al portal. Respiró tranquilo, aunque no del todo. De pronto vio claro que su vida había cambiado. Que llevar esos papeles le había convertido en un perseguido. Y supo con claridad absoluta que en cualquier momento le detendrían.

 

 

Juan A. Herrero Díez

UN BREVE VIDA JUNTOS

 

Una breve vida juntos

 

 

Apareció de pronto en mi vida, como suelen ocurrir estas cosas. La conocía de unos meses atrás, habíamos coincidido en las oficinas de la universidad. Hablamos en la fila mientras esperábamos nuestro turno, yo le pregunté algo y ella me respondió. Allí se acabó todo. No la había vuelto a ver hasta ese día, cuando paré en el café y ella se sentó a mi mesa, me dijo hola y comenzamos a charlar. A partir de ese día nos hicimos inseparables. Íbamos al cine, paseábamos por el parque o por cualquiera de los barrios, me venía a buscar a la biblioteca de la universidad. Yo no la pretendía, en absoluto, tampoco creo que ella me buscara de un modo interesado, buscando algo en concreto. Simplemente coincidimos en una ciudad que no nos resultaba especialmente amable, en un momento, además, de inmensa soledad.

A veces me molestaba que fuera tan sumisa. Yo quería ir al cine, íbamos al cine. Me apetecía caminar, caminábamos. Prefería que nos quedáramos en casa, nos quedábamos. Por cierto, no sé cuanto tiempo tardó en mudarse a mi casa, un poco más grande que la suya. Una tarde apareció con una maleta y un par de bolsas de mano, y se quedó. Ni siquiera lo habíamos hablado. Tampoco dijimos nada ese día. La dejé pasar, le hice un hueco en el armario y a partir de ese día pasamos también a compartir un apartamento como si fuese el fruto de una previa decisión. Es verdad que yo no me negué. Tampoco sé muy bien si debía negarme. Supongo por otro lado que ya me venía bien. La comodidad de su compañía me resultaba mejor que su sumisión, un tanto irritante. Y que mi soledad, seguramente, que me estaba ya abrumando.

No nos contamos las vidas. Preferimos no saber nada de nuestros respectivos pasados. En cuanto al futuro, le dejé claro que cuando acabara mi tesina me iría de aquella ciudad. Creo que quedó también claro que entonces habría una despedida. Me daba miedo que forzara en su momento alguna escena dramática con la que echarme en cara ese final anunciado, pero me parece que así lo entendió ella. Había una fecha de caducidad para nuestra relación. Dicho así, puede parecer algo perfecto, equilibrado, la falta de compromiso conllevaba un sosiego, nada que ver con las pasiones que siempre acaban hiriendo. Pero reconozco también que había algo tremendamente frío en todo aquello. Y eso tampoco nos salva del dolor, aunque lo pensemos y tomemos distancia de las cosas, de los sentimientos, para no sufrir. No obstante, no sólo hubo frialdad en aquella relación, sino que fue para mí una época fría en todo. Quiero creer que todo aquello no dejaba de ser la consecuencia de una vida que había sido en toda su extensión bastante fría. La tesina había sido al fin y al cabo una excusa para cambiar de ciudad, para huir de mi familia y del ambiente en que siempre había vivido, tan desapegado y distante, aunque no había una razón tangible para ello, simplemente me sentía a disgusto, me desasosegaba tanta distancia hacia todo. Creo que buscaba algo distinto. Claro que no conseguí cambiar nada de aquel desafecto vital. El traslado no había cambiado en absoluto mi desasosiego. Me faltaban los sentimientos, era incapaz de expresarme incluso para mí mismo. Mi propio diario, en aquella época, apenas traslucía lo que yo sentía. No dejaba de ser una extensión de mis escritos universitarios, de mis estudios y de mis análisis. A veces me veía como un psicópata en ciernes. Desde luego, iba a ser un perfecto investigador, pero como ser humano sin duda estaba dejando mucho que desear. Claro que a ella le sucedía otro tanto. Era como un reflejo de mí mismo. No es excusa, lo sé. No obstante, no quiero que crean que me estoy justificando, simplemente les cuento lo que pasó, nada más.

Así vivimos durante unos meses. Presenté mi tesina. Alcancé la máxima calificación. Me otorgaron incluso un premio por el contenido de mis pesquisas y por la originalidad de la tesis que defendí. No fue cuantioso el importe del premio, pero me permitió vivir varios meses sin trabajar. Fue una prórroga en nuestra relación. Sin embargo, nada cambió entre nosotros. Continuaron los silencios, su sumisión, los largos paseos, el cine de algunas tardes, los anocheceres abrazados junto a la ventana, la contemplación silenciosa de una calle desierta, el amor carente de pasión y las conversaciones breves e insulsas.

El dinero se acabó. Se terminó la prórroga. Ella había encontrado un trabajo en una librería de la ciudad. No planteó que viviéramos de su sueldo mientras yo buscaba algo. Aceptó lo que ya sabía desde el principio, que aquello se acabaría y ese momento había llegado. Es cierto que hubo tristeza en esos últimos días. Nos habíamos acostumbrado el uno al otro y es cierto que el roce crea cariño. Pero yo no me quería quedar. Tenía otros planes, volvería a mi ciudad, intentaría otros proyectos.

Pusimos a su nombre el contrato de alquiler. No me dijo nada sobre lo que pretendía hacer con su vida. La última noche nuestros abrazos fueron más vehementes, tal vez nuestros cuerpos deseaban mantener el recuerdo del tacto ajeno.

No me acompañó al aeropuerto. Desayunamos juntos y ella se fue, como todas las mañanas durante ese último mes, a trabajar. Yo salí poco después. Nunca he vuelto a saber nada de ella. Es verdad que mi vida se ha vuelto algo menos fría, que he aprendido a sacar mis sentimientos. Me pregunto a veces lo que le debo a ello de este proceso. En ocasiones también pienso en ella. Creo que la echo de menos.

 

Juan A. Herrero Díez

 

 

DETALLE EN SOMBRAS

 

Detalle en sombras

 

 

Les pude ver cuando llevaban ya un rato en la plaza. Eran tres. Únicas personas en ese momento, destacaban por la lentitud de su avance. Venían hacia el juzgado y parecían depender del paso cansado, casi imposible, de la mujer mayor, enorme, tremendamente obesa, casi incapaz de moverse. Cada cuatro pasos, la mujer debía pararse, se reposaba sobre el hombro de la otra mujer, más joven, más delgada, pero tan ajada como su acompañante. Luego supe que ésta era su madre. La hija se doblaba levemente, lo que daba la sensación, desde mi perspectiva, a unos cincuenta o más metros, de que fuera a quebrarse por la mitad. El hombre se mantenía unos pocos metros atrás, con los bolsos de las dos mujeres colgando de uno de sus hombros y siempre cabizbajo y en un silencio que resultaba patente, a diferencia de las dos mujeres, a quienes veía hablar, más bien cuchichear, entre ellas cada vez que paraban.

Tardaron lo suyo en llegar hasta el edificio de los juzgados. La plaza se podía atravesar, con calma, sin celeridad, en apenas dos minutos. Ellos quintuplicaron ese tiempo. Su lentitud me permitía contemplarlos con atención.

Cuando los tuve cerca de mí, sus rostros ya estaban definidos. Reflejaban bien a las claras, pensé, la tristeza, la ansiedad, la desesperanza. La hija y el hombre ayudaron a la mujer mayor a subir los cuatro escalones que les separaba de la puerta de entrada. Casi tardaron lo mismo que lo que se demoraron en recorrer la plaza. Un policía les sostuvo la puerta. Gracias, dijeron al unísono el hombre y la hija, apenas un hilo de voz. La mujer mayor respiraba con dificultad, emitía un gemido, casi un silbido asmático, cada vez que aspiraba aire. El juzgado de guardia, preguntó la hija. Le apuntamos la cercana puerta. Se acercaron a ella con la misma dificultad que mostraron hasta ese momento. También les costó entrar en la sala del juzgado de guardia y alcanzar los asientos. Cuando la mujer mayor se sentó, pude apreciar su rostro sofocado por el esfuerzo y la angustia, sus rodillas deformes y unas piernas hinchadas hasta el despropósito.

Fue la hija quien preguntó al funcionario. La mujer mayor estaba todavía apurada por la fatiga, apenas podía hacer otra cosa que respirar para intentar recuperar el aliento perdido mientras que el hombre, a todas luces marido y padre, reflejaba estar a su vez tan compungido que sin duda se hallaba afectado por una profunda depresión que le dejaba completamente fuera de juego.

– Venimos a preguntar por Juan José Loira Sánchez. Somos su familia.

– Un momento. -pidió el funcionario tras consultar los papeles que tenía más a mano. Fue hasta otra mesa, revisó otros papeles, luego se dio la vuelta y preguntó a una funcionaria en la mesa de al lado, que miró en ese momento hacia las tres figuras silenciosas que de repente parecían, en su tristeza, ajenos a todo lo que les rodeaba.

El funcionario se acercó de nuevo al mostrador. La mujer mayor, sentada en un banco, de espaldas al empleado, hizo un breve atisbo de levantarse. No se mueva, no, dijo el funcionario, y de inmediato se colocó a un lado para la mujer pudiera verlo de refilón. Entonces, con sencillez y cierta profesional distancia que no carecía por ello de una compasiva deferencia hacia los familiares, les comentó lo que había sucedido poco antes de que llegasen.

– El juez ha decretado prisión provisional. Ha sido hace bien poco. La policía lo acaba de llevar. Lo siento. Aunque lo más seguro es que no hubieran podido verlo aquí.

– ¿Podemos ir hoy? ¿Nos dejarán verlo?

– No lo sé. Mañana, seguro. Pero hoy, no lo sé, hay que hacer los trámites y es posible que no les dejen.

Guardaron silencio. A pesar de la noticia, quizá no por esperada no menos hiriente, los tres mostraron la misma tristeza, la misma ansiedad y la misma desesperanza que cuando llegaron. El funcionario no quiso romper el silencio. Esperó tras el mostrador a que quisieran saber algo más. Parecía habituado a dar ese tipo de noticias. La mujer mayor y la hija entrecruzaron miradas. El hombre parecía encerrado en sí mismo, como si fuera una mera sombra de las dos mujeres. Me sorprendió que fuera él quien rompiera el silencio, como si de repente recobrase alguna de sus funciones.

– ¿Cómo se llega a la cárcel?

– No lo sé. -respondió el funcionario, que dudó unos segundos, como si no esperara que le dirigieran aquella pregunta- No tengo ni idea. –repitió dos veces, titubeante.

Intervine en ese momento. Me acerqué al hombre y le indiqué cómo llegar. El hombre me miró y parecía que retener lo que yo le decía le iba a suponer un esfuerzo enorme. Pero no me pidió ninguna aclaración. Mientras tanto, la hija contemplaba desde el ventanal próximo a tres niños que cruzaban la plaza dando patadas a un balón y a una mujer que sacaba a un bebé de su sillita para evitar seguramente que continuara llorando. Su madre, por su parte, pensaba mientras miraba el suelo, como ida o como si meditara profundamente sobre la vida.

– Sabe -me dijo el hombre-, se trata de mi hijo, no es mala persona, simplemente es esa cosa. No lo puede evitar…

– Entiendo… lo siento… -Nunca he sido bueno en estas situaciones, me superan.

– Déjalo, Julián -dijo de pronto su esposa, con una suavidad de la que parecía incapaz-, no te apenes ni llores -y es que el hombre parecía haber iniciado un callado sollozo-, tal vez sea mejor así.

En ese momento la secretaría del juzgado me llamó, recogí mi informe pericial que había dejado en el asiento y me despedí del hombre. Al salir del despacho del juez, ya no estaban allí.

 

Juan A. Herrero Díez