
A PROPÓSITO DE ANTONIO MACHADO RUIZ
Este discurso es el que iba a leer Antonio Machado para su ingreso en la RAE. Las circunstancias y el destino trágico del poeta lo impidieron. Estuvo con el bando derrotado, aunque como dijo el propio Machado, «la guerra la hemos perdido, pero no creo en realidad que la hayamos perdido, yo no diría tanto.»
Se ha tardado demasiado tiempo en poderse escuchar sus palabras en público. Fue José Sacristán su orador. Antonio Machado murió en Colliure (Francia), tres días antes que su madre. Pero puede que en realidad Machado no esté muerto. Su obra persiste y, con ella, su autor.
Esta revista quiere hacerle un homenaje al poeta y a todos aquellos que se exiliaron de España.
Antonio Machado, heredero del modernismo que Rubén Darío trajo a España, fue un adelantado en muchos aspectos. Se preocupó por el medio ambiente y logró trasladarnos una fotografía en sepia de aquella España analfabeta y con hambre. Defensor de la Institución libre de Enseñanza, cuando publicó Campos de Castilla, Unamuno lo definió como lo más espiritual que se había escrito en España.
Fue un ilustre catedrático de francés, lengua culta por antonomasia. Y consiguió su cátedra a pesar de su mala letra. Escribió sobre el asesinato de Federico García Lorca. Siempre Federico. Siempre Don Antonio.
Recordemos unos versos que definen a la España que todavía hoy persiste en cierto modo, la España de siempre:
Por las tierras de España (III)
El hombre de estos campos que incendia los pinares
y su despojo aguarda como botín de guerra,
antaño hubo raído los negros encinares,
talado los robustos robledos de la sierra.
Hoy ve a sus pobres hijos huyendo de sus lares;
la tempestad llevarse los limos de la tierra
por los sagrados ríos hacia los anchos mares;
y en páramos malditos trabaja, sufre y yerra.
Es hijo de una estirpe de rudos caminantes,
pastores que conducen sus hordas de merinos
a Extremadura fértil, rebaños trashumantes
que mancha el polvo y dora el sol de los caminos.
Pequeño, ágil, sufrido, los ojos de hombre astuto,
hundidos, recelosos, movibles; y trazadas
cual arco de ballesta, en el semblante enjuto
de pómulos salientes, las cejas muy pobladas.
Abunda el hombre malo del campo y de la aldea,
capaz de insanos vicios y crímenes bestiales,
que bajo el pardo sayo esconde un alma fea,
esclava de los siete pecados capitales.
Los ojos siempre turbios de envidia o de tristeza,
guarda su presa y llora la que el vecino alcanza;
ni para su infortunio ni goza su riqueza;
le hieren y acongojan fortuna y malandanza.
El numen de estos campos es sanguinario y fiero:
al declinar la tarde, sobre el remoto alcor,
veréis agigantarse la forma de un arquero,
la forma de un inmenso centauro flechador.
Veréis llanuras bélicas y páramos de asceta
—no fue por estos campos el bíblico jardín—:
son tierras para el águila, un trozo de planeta
por donde cruza errante la sombra de Caín.













