Reseña literaria por Juan A. Herdi

Guillermo Aguirre

Estival

Sexto Piso, 2025

Puede que toda existencia, como se afirma en esta novela, sea un acto de fe. Será por eso tal vez que acudimos a la memoria, a los recuerdos, a la reconstrucción de lo que alguna vez fue para reafirmarnos en esa fe. Sin embargo, no sabemos muy bien si recordamos tal como de veras ocurrió. Porque sentimos que avanza ese «estropicio de la madurez» y se acumulan los aciertos, pocos, y las decepciones, muchas, y así comprobamos que la vida avanza a pesar de nosotros mismos y que probablemente no tengamos ninguna capacidad de incidir en lo que somos, en lo que nos ocurre y en lo que nos rodea. Tampoco escapatoria a lo que es, a lo que se es. 

Parece ser éste el planteamiento de Guillermo Aguirre, que nos propone un recorrido por la vida de Jonás, de sus veranos en el pueblo familiar, en un lugar del norte, de su proceso de maduración, desde niño hasta que pasan los años y son muchos los veranos a recordar. La madurez es quizá, en efecto, una acumulación de juventud que nos va modificando, de este modo el narrador plantea abiertamente que crecer sea traicionar al niño que aún eres. Cada capítulo es un año, un verano, una experiencia estival, una descripción de la vida, la del protagonista, la de las personas que le acompañan o se cruzan en su camino vital, la de los ecos de la realidad circundante. 

Cada verano se vuelve un momento único, con sus experiencias y sus reflexiones. Que el estilo en apariencia sencillo, lírico en ocasiones, no nos despiste, hay también en esta novela ecos de una reflexión profunda sobre la actitud a adoptar ante la vida, ante el tiempo, ante cada momento dado. Entre líneas aparecen las cavilaciones que desde el principio de la humanidad nos han acompañado, el hedonismo frente al estoicismo, vivir el presente como momento único o prever el futuro que es, sin embargo, imprevisible. 

Asistimos de este modo a los veranos de Jonás, año a año, y lo que sentimos es un remusguillo a melancolía de atardeceres lentos, despreocupados a veces, pero que remiten siempre a cierta ansiedad por el paso del tiempo, a esa sensación de perder momentos, a un ansia por vivir con intensidad el instante. El estilo, a todas luces, contribuye a esa cercanía de lo que se cuenta.

Porque la lectura de lo que se narra nos va a resultar inevitablemente muy cercana, todos poseemos recuerdos de los veranos vividos, habrá mayor o menor nostalgia, las experiencias serán o no distintas, pero a todas luces es un clásico, la de los estíos con su sabor agridulce, un tópico frecuente en la literatura y en el cine, así que despertará en todos nosotros una reflexión sobre nosotros mismos, sobre nuestra experiencia. Sobre la vida.

Juan Carlos Onetti -retrato de un escritor

Cinefilia-Cecilio Olivero Muñoz

LARS VON TRIER

CINEASTA VALIENTE Y ORIGINAL

 

Sin duda, Lars Von Trier es un cineasta irreverente y con una opinión a menudo polémica. Establecidas las reglas en el manifiesto Dogma 95, estamos ante todo hablando de un innovador que resulta sardónico, explícito y con un cine sin ningún parecido al hollywoodiense. 

En su película titulada Los Idiotas, una muestra de expresión totalmente ácrata y totalmente incómoda en la que un grupo de jóvenes daneses se fingen enfermos psicológicos como si fuese un juego o una broma, un tanto macabra, hay que decirlo, vemos a un cineasta peculiar a la manera más verídica y valiente. 

Siguiendo una trayectoria siempre ácida y mordaz, a la vez que única y original, nos conduce donde quiere. En películas como Melancholia o Nymphomaniac vol. 1 y Vol. 2, lleva a cabo un alarde de cinematografía que no deja a nadie indiferente. Todo ello sin efectos especiales y de la manera más natural. 

Lo vemos como un director y guionista de culto, también un excelente director de fotografía. En el festival de Cannes hizo unas desafortunadas declaraciones sobre Hitler y el holocausto. Hecho por el cual la dirección del festival lo descartó para futuros festivales declarado como persona non grata. Pero aún así, lo considero el director más valiente e interesante de toda la filmoteca europea. 

Ya apuntaba maneras con su película final de carrera en la escuela nacional de cine de Dinamarca,titulada El Elemento del Crimen, que dejó anonadados a profesores y alumnos, por su contenido sugerente y original.

Hoy por hoy es un director que se sale de lo normal rompiendo el mar helado a golpes de hacha, como diría Frank Kafka. Es inevitable que no sea polémico, con una ambición desmesurada, pero juega con luz natural e historias interesantes (que a veces sientes o te hacen sentir vergüenza ajena) que rozan el disparate, y el absurdo como denuncia social. 

Él es parte del movimiento Dogma 95. Huelga decir que en su trabajo la iluminación natural, los planos secuencia y ningún atisbo de efectos especiales vuelven su cine talentoso, con personalidad propia y con un sello cinematográfico con la conscientemente impronta tan suya que yo creo que si no polemiza revienta, no lo puede evitar, ya que le gusta meter el dedo en la llaga.

En las dos entregas de su proyecto Nymphomaniac paga un alto coste, ya que es tan puro y convincente como la verdad misma. Rozando la pornografía, recuerda a las películas nórdicas, aquellas que veía en los cines X el protagonista TravisBickle, de Taxi Diver, en el gran maremágnum neoyorquino.

Vean a Lars Von Trier. Les dejará estupefactos a veces, otras, nos hará reír, pero es divertido que un cineasta tenga su propia y legítima personalidad cinematográfica. 

 

Reseña literaria por Juan A. Herdi

Ana Rodríguez Fisher

Notre Dame de la Alegría

Ediciones Siruela, 2025

 

Fue una época intensa, un momento brillante, rupturista, variopinto y de enorme creatividad. Se la ha denominado la Edad de Plata de la cultura española, expresión acuñada por Giménez Caballero, fundador de La Gaceta Literaria, y que José Carlos Mainer acabó de perfilar en su ensayo tan fundamental para conocer y entender esos años. Podemos situarla entre el último cuarto del siglo XIX y la fatídica fecha de inicio de la guerra (in)civil, y en ella se juntaron escritores, poetas, pintores, escultores, pensadores, dramaturgos, todos ellos bien diferentes entre sí, adscritos a corrientes distintas, pero que compartieron un tiempo y un espacio, y que revitalizaron un país, una sociedad, en plena vorágine de renovación.

Una de las artistas destacada del momento fue Maruja Mallo. Perteneció al grupo de las Sin Sombrero, formada por mujeres que participaron de un modo activo en la cultura, cuando apareció el grupo catalogado como la Generación del 27, pero que durante muchos lustros estuvieron relegadas a un papel secundario, apenas una nota a pie de página. Sin duda, es una labor de justicia reconocerlas como parte fundamental de nuestra historia cultural, apreciarlas tanto individual como colectivamente, acudir a ellas como creadoras y escribir sobre su aportación y sus vidas. 

Ana Rodríguez Fisher, que ha estudiado en profundidad la época y a sus protagonistas como investigadora de la cultura española, da voz a Maruja Mallo, la convierte a través de las páginas de esta novela en la voz narrativa que habla de sí misma y de su tiempo. Por ellas aparecen artistas del momento, en un retrato que es también una reflexión sobre aquellos años previos a la guerra y a la dictadura, pero también de los posteriores, cuando el país quedó escindido, la España del interior y la del exterior, falla que en cierto modo persiste aún, sin que hayamos todavía ensamblado las dos partes en que quedó dividida la cultura española.

La novela es una reescritura de la que escribió en los noventa, novela primeriza, la califica, que apareció con el título de Objetos extraviados, con que la autora obtuvo el II Premio Femenino Lumen en 1995. 

Con estilo entre intimista y testimonial, la narradora nos va guiando por una época apasionante. La novela se vuelve coral, con un sinfín de voces que acompañan a la de la artista, que nos cuenta con no pocas reflexiones, que nos sumerge en los distintos momentos de su vida, los de expansión artística y los de la ansiedad por la tragedia colectiva, la de la deriva de un país que ha de reconciliarse mal que bien con su propia historia. De este modo, asistimos a un retrato vivencial que nos pertenece, del que formamos parte, aunque sea como herederos culturales o deudores de una aportación artística sin igual. El arte, no se olvide, es parte sustancial de cualquier sociedad. Al fin, como se dice en la novela, «si la función del arte es apoderarse de la nueva realidad, hay que idear formas que expresen esa realidad naciente», lo que refleja esa comunión entre arte y vida que se dio en aquellos años y que por desgracia, me temo, no hemos logrado recuperar.