
Si ser un africano inmigrante dentro de África ya conlleva serias dificultades, ser una africana del oeste inmigrante dentro de África es aún más difícil. Lo cierto es que los hombres llaman más la atención y se les ve trabajando por todas partes; en cambio, ellas parecen salir únicamente para hacer la compra o vender, pero su presencia en países como el mío no parece ser algo que ellas mismas hayan decidido. En mi barrio, por ejemplo, hacía tiempo que teníamos varios vecinos de diferentes países no fronterizos con Guinea Ecuatorial; de la noche a la mañana, aparecieron unas jovencitas que no superarían los veinticinco años y todas ayudaban en los negocios de algunos de estos hombres. La primera impresión que tuve fue que estos señores habían hecho venir a sus hijas y hermanitas. Antes de un año, todas las chicas ya estaban embarazadas y al cabo de unos meses todas estaban ayudando en el negocio del hombre y criando. Y así sucesivamente: llega un grupo de chicas que trabaja con algunos hombres que llevan un tiempo en el país, se quedan embarazadas al mismo tiempo, se abren lo suficiente para atender a los clientes de sus comercios, se quedan embarazadas otra vez, empiezan un comercio diferente al del hombre y siguen trayendo hijos al mundo.
Cuando estas mujeres llegan a Guinea Ecuatorial, dan la impresión de que le tienen miedo a todo el mundo, no hablan nada más que con su compañero, que siempre resulta ser el marido. Forman comunidades entre ellas mismas y, a diferencia de los hombres, difícilmente se hacen amigas de las mujeres guineanas. Y aun hablando con ellas, no es nada fácil preguntar si están aquí por su propia voluntad o si han sido raptadas y vendidas; cuando no están cerca del marido, están cerca de otra que lleva más tiempo en el país.
Hace solo unos días que me llamó la atención la actitud de una de las niñas recién llegadas y que ya tiene un bebé de unos ocho meses. Esta niña, que se está encargando de una abacería mientras su marido trabaja fuera de casa, apenas habla, quizás porque todavía no se sabe muchas palabras en español, pero dice “no hay” y los precios de los productos que sí tiene. Después de unos minutos llamando desde la ventana donde atiende a sus clientes, la niña apareció con el bebé llorando y vestido únicamente con un pantalón, le tenía agarrado del brazo y lo dejó caerse al suelo como si fuese un saco de arena. El niño se puso a llorar a un más alto mientras su madre me miraba y respiraba sin decir absolutamente nada, quizás esperaba a que yo dijera lo que quería y ya, pero estoy segura de que esta niña, a la que no doy más de diecisiete años, está siempre callada y triste porque está aquí en contra de su voluntad. Dejar al niño caerse sobre el piso me pareció muy fuerte, pero luego recordé que ya la había encontrado otras veces atendiendo al niño mientras este lloraba como si le estuvieran haciendo mucho daño y ella parecía estar en otra parte.
No me cabe la menor duda de que los inmigrantes africanos que llegan a Guinea Ecuatorial en busca de trabajo lo hacen de manera voluntaria. Pero dudo mucho que el caso de las mujeres sea igual. No me atrevo a hablar de trata de mujeres o secuestros porque no he realizado ninguna investigación, pero miro a las que hay en mi barrio y en los mercados, y me doy cuenta de que muy pocas son felices, raras veces sonríen; su vida se resume en vender, parir y cuidar de los niños.
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