Reseña Literaria-Juan A. Herdi

Araceli Cobos

Sirimiri

Editorial Milenio

 

Poco a poco, el conflicto vasco, a medida que se vuelve ya un asunto de nuestro pasado, aunque sea todavía demasiado reciente, va ocupando un lugar importante en la literatura y en el cine. No se ha cerrado todavía, es cierto, y en gran medida porque se ha estancado la reflexión tan necesaria y a veces parece que sacar viejos fantasmas en el ámbito de la política sólo conduce a un debate mal encarado, parcial, interesado, lleno de reproches y argumentos forzados que busca más zaherir que pasar página. Pero atención, esto de pasar página no es defender el olvido, ni fingir que nada ha pasado, como a veces parece que ocurre en las calles vascas. Entre ambas posturas, hay una zona intermedia en lo que lo fundamental es comprender, que no justificar, entender para poder asumir lo que pasó y sobre todo cómo se vivió. Como se comenta en esta misma novela, las cosas a veces son más complicadas de lo que nos gustaría, de lo que supone una respuesta emocional inmediata, de esa reacción rabiosa ante la injusticia de la violencia y del crimen.

En este sentido, la literatura, también el cine, ha ofrecido y ofrece perspectivas muy útiles para conocer la intrahistoria, la forma cómo afectó a la gente que sufría el conflicto como espectadores en primera fila, involuntarios, en una cotidianidad que quedaba perjudicada por completo. La violencia de raíz política, al fin y al cabo, formó parte de la vida colectiva, del mismo modo que la crisis económica, la reconversión minera e industrial, con el consabido aumento del desempleo, o la droga, tan presente en esas mismas calles del norte y en esta novela.

Araceli Cobos nos expone en su novela, Sirimiri, el proceso de asunción de la realidad de una niña que en la década de los ochenta se enfrenta a unos años duros en una población de la Margen Izquierda del Nervión, esa comarca vizcaína industriosa que afronta la crisis, la expansión de la droga y el terrorismo con no poco desasosiego. El retrato que realiza de esa década y de la cotidianidad en la Margen Izquierda, con la desesperanza y la desazón ante lo que ocurría, nos retrotrae a un estado de ánimo desolador. Parece que el cielo se les fuera a caer realmente encima, las inundaciones de hace justo cuarenta años iban más allá de la mera metáfora, se volvieron un símbolo, y es uno de los primeros hechos que Ana, esa niña protagonista, recordará años después.

La novela no es neutral, no intenta presentar los hechos y que el lector juzgue, expone claramente una posición, la de una parte frente a la otra parte del conflicto, a veces con dureza, una aspereza que no deja indiferente, pero es al fin y al cabo una actitud presente en muchísima gente que lo vivió, que ni siquiera quiso entender, no sólo porque la equidistancia no es posible, sino porque es normal que en un conflicto y ante las muertes violentas las posiciones no siempre atienden a razonamientos fecundos. Ana crece, va a la universidad, vive el ambiente enrarecido que incide incluso en sus relaciones con amigos y conocidos, mientras la vida sigue.

La importancia de esta novela está justamente en eso, en lo testimonial, en su construcción como mapa emocional de la realidad, sin importar tanto que estemos o no de acuerdo con las afirmaciones rotundas de una Ana que crece y va tomando posturas ante la realidad, sino que lo sustancial es ser consciente de que fue algo que existió, que estuvo presente como actitud de una parte de la población, la que se horrorizó ante el terror, siempre injustificado, y esto ha de contribuir a que avancemos en nuestra reflexión sobre la historia reciente y nuestro presente, teniendo en cuenta incluso las propias vivencias emocionales, tan importantes en la aprehensión de lo real.

 

21º Número de la revista digital trimestral Nevando en la Guinea.pdf

Reseña Literaria- Por Juan A. Herdi

Cecilio Olivero Muñoz

Prosimetrap

Universo de letras

 

Montaigne escribió en el prólogo a sus Ensayos que él mismo era la materia de su libro. Habrá quien afirme que cualquier autor-persona está siempre presente en su obra, que ésta se constituye irremediablemente en su espejo. Así es como se ha estudiado al fin y al cabo la literatura, partiendo del propio autor, de su biografía y de sus traumas, aunque ahora hay nuevas perspectivas. La literatura se convierte de este modo en el testimonio de una vida. Entiéndase vida también como el cúmulo de emociones y sentimientos. Por otro lado, si entendemos la escritura como diálogo entre un escritor y un lector, ambos en su más absoluta soledad, sin que importe que entre ellos haya distancia física o vivan incluso en tiempos distintos, entonces qué duda cabe que el autor y sus fantasmas se constituyen en el tema de la conversación, aunque aquí el interés estriba también en cómo interpreta el lector lo que le comunica el escritor y cómo aquel lo asume y adopta en su experiencia vital propia.

Todo esto resulta tal vez más evidente en la poesía, prosa poética incluida. La poesía, nos dice Cecilio Olivero, «se diluye entre tiempo y sueño». Por tanto, el testimonio queda a merced del tiempo –el sentimiento es emoción madurada por el pasar de los años– y el sueño, parafraseando (mal) a Goya, contribuye a que los fantasmas propios se vuelvan monstruos. Aunque monstruos compartidos.

Haber comenzado con Montaigne pudiera indicar que esto de la literatura del yo o literatura testimonial tampoco es algo nuevo, ni lo sería la autoficción, nuevas etiquetas inútiles más allá de las meras referencias académicas. La literatura es sobre todo mestizaje, más en estos tiempos extraños. Pero al fin nada es nuevo y la originalidad supone también volver una y otra vez al origen, que es a lo que se refiere strictus sensus la palabra. Todo ello nos lleva a reconocer que estamos ante un libro de análisis de la identidad propia, de exploración íntima, con una voluntad de revelar y exhibir lo que uno arrastra, en este caso lo que arrastra el autor, y confrontarse a lo que uno es. Esto es, mirarse a sí mismo y compartir esa mirada. No es casual que el libro se cierre con un apartado titulado Los espejos. El autor nos expone a golpe de verso y de prosa los fantasmas propios, pero que también son colectivos, aun cuando cada cual los viva a su manera.

Nos encontraremos con temas eternos, como la soledad, el miedo, la conciencia de sí mismo, la fragilidad y las dudas, las relaciones interpersonales o el desamor. Todos estos temas aparecen hilados por un sentimiento profundo de malestar, que sin duda a muchos lectores va a perturbar, que es función también de la literatura. Todo ello pasado por la experiencia personal e intransferible de Cecilio Olivero. También hay una reflexión sobre la escritura o la literatura y sus funciones. La escritura deviene no pocas veces en pura necesidad, por tanto no está tan clara la línea que separa la literatura y la vida.

El libro se divide entre poemas concisos –«un poema debe ser concreto», nos aclara el autor– y prosas poéticas que no son tan concisas, se alargan por derroteros un poco más amplios. No se plantean disyuntivas, hay una unidad entre ellas, pero sin duda el lector podrá acomodarse en cualquier de las dos formas literarias, al fin y al cabo son piezas sueltas, con sentido por sí mismas. Por eso mismo el lector puede decantarse por unas o por otras, y quien suscribe se decanta sobre todo más por los poemas que por las prosas, es una opción.

El libro, por lo demás, no da pie a mucha esperanza, –«La esperanza es una acacia imposible»–, aunque tal vez no tenga mucha importancia, la poesía se nos presenta al fin y al cabo como el único ámbito posible de vida.

Razones para amar la poesía-Abdennur Prado

Razones para amar la poesía

Abdennur Prado

 

Primero, por la liberación que proporciona con respecto al logocentrismo y a la tiranía del sentido. En la poesía las palabras dejan de ser meras herramientas para comunicarse y recobran su dimensión telúrica, sin importar lo que de ellas diga el diccionario. Son como fuerzas naturales que tienen raíces en el cielo. Se aman con un furor de trueno o sienten el dolor de las profundidades. Otras veces se calman y nos embriagan con su triste dulzura. Otras veces responden al sol de lo invisible con una transparencia clandestina. A menudo danzan, incluso sudan y se mean. Hagan lo que hagan, son siempre mucho más que palabras.

 

Segundo, porque la poesía implica una apertura a un plano de la realidad que queda vedada tanto a los sentidos físicos como a la razón. Podemos llamarlo mundo imaginal, el no mundo, la otra orilla, el no lugar, lo oculto… En árabe, barzaj: mundo intermedio entre los planos físico y espiritual. Es la tierra del alma. Allí podemos encontrarnos con seres increíbles. Se producen visiones y se despierta la imaginación creadora.

 

Tercero: porque la poesía es refractaria a cualquier moral codificada. La razón no está en que el poeta sea un inmoralista, sino en que la poesía no responde a criterios doctrinales o filosóficos establecidos, sino a la verdad desnuda. Una verdad vivida, en cada caso única, siempre a contrapelo. Muchas veces el poeta no sabe lo que el poema le dirá antes de escribirlo. Lo poético tiene precedencia sobre su persona.

 

Cuarto, porque el yo en la poesía se disloca, se sale de sus goznes, se aventura a ser otro y otro y luego otro, eternamente fuera de sí mismo. A veces se desdobla, otras veces se puebla de extrañas criaturas, o se transforma en un espectro. En el poema, el poeta deja de ser persona, deja de ser humano. No hay humanismo en poesía. Solo hay humo de ser o lava de volcán, o agua fértil de las profundidades. Hay truenos y alambradas, pero también espejos y nubes de azabache. Hay fuego de hogar y calma inesperada. Hay inodoros rojos y heridas encendidas. Hay mucha mierda, pero también escobas y escaleras. Hay amor a raudales y hay deseo. Hay fuerza y comunión con lo divino.

 

Quinto, porque la poesía es una celebración, con una dimensión ritual. La vivencia lírica tiene un sentido y un poder análogos a una iniciación en los misterios: implica un desvelamiento de la realidad y el descentramiento de uno mismo, conectándonos de forma única y auténtica con las leyes eternas de la vida.