25º Número de la revista literaria Nevando en la Guinea

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25º NÚMERO DE LA REVISTA LITERARIA

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NEVANDO EN LA GUINEA

NºLXIX de la 2ª etapa/01-07-2012

 

EDITORIAL LXIX

La sociedad del espectáculo

 

Ya lo habíamos comentado cuando la Copa del Mundo de Fútbol, sin duda este deporte es todo un fenómeno mundial, el más global seguramente de los acontecimientos sociales, y sin duda uno de los más mercantilizados. No deja de ser una metáfora del mundo. O una forma de conocer el estado del planeta. Lo volvemos a ver ahora con la Copa de Europa, el (mal) llamado Viejo Continente se lanza al espectáculo, se establecen los ritos tribales-patrióticos alrededor de un grupo de millonarios que recogen las aspiraciones y no pocas frustraciones de una Europa en crisis.

No queremos caer en la ridiculización del deporte en general, del fútbol en particular. Reconocemos que hay pasión, que hay atractivo y hasta belleza en el afán de superación, en la coordinación de las personas que conforman un equipo. Detestamos, eso sí, su mercantilización, su banalización y el patrioterismo que genera.

Sin embargo, el fútbol en particular y el deporte en general no es lo único que se mercantiliza y deviene un mero espectáculo, un entretenimiento. Mucho nos tememos que el arte, incluido la literatura, se ha banalizado y mercantilizado. En la Feria del Libro de Madrid se ha hablado demasiado de número –de beneficios-, bastante de firmantes estrellas y muy poco de literatura. Para ser justos, se ha hablado de literatura, pero entre las pequeñas editoriales sobre todo.

No, no es que apostemos por la cultura elevada, elitista y racionalizadora. Aceptamos que el acto de leer o de ir al cine o al teatro puede tener mucho de entretenimiento, de alegría, pero el arte no es algo ajeno al mundo –aquí el mundo real y allá el barniz de cultura para pasarlo bien-, forma parte de la cotidianidad. Si no convertimos el arte en parte de nuestra vida, más vale que aceptemos que la vida es vacua y sin sentido. Esto no lo deberíamos olvidar ni siquiera en épocas de crisis, cuando tantas personas lo están pasando realmente mal en lo económico (y en lo existencial).

Las políticas de recortes han limitado los gastos en cultura. Pero nadie se ha quejado de que alrededor del fútbol se sigan invirtiendo millones de euros, por muy privados que sean, y que vendrían muy bien para crear empleo o para políticas sociales. Entonces, si este dinero destinado al deporte se acepta casi sin rechistar, ¿por qué se acepta como absolutamente normal que se dote de menos dinero a cualquier actividad cultural?

Para colmo, nos dicen que la alternativa pasa por Eurovegas, la instalación en Madrid o Barcelona, se dilucidará en Septiembre, de un inmenso centro de juego, otro espectáculo deplorable que en España, por ejemplo, ha pasado como un elefante por una chatarrería incluso entre discursos identitarios de los distintos nacionalismos políticos.

No queremos dar consejos ni hablar desde una elevada cátedra que no poseemos, simplemente planteamos algunos aspectos que nos tendrían que hacernos pensar sobre el modelo de sociedad que queremos crear. Creemos y defendemos una sociedad de hombres y mujeres libres que disfruten de lo que nos da la vida, ello incluye el deporte, la cultura y, por qué no, la diversión. Pero el actual modelo lo desvirtúa todo, incluidas nuestras propias vidas.

 

 

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AÚN APRENDO

Por Cecilio Olivero Muñoz

 

Conozco yo a mucha gente

que por decir una simple verdad

la avientan como basura

o le cuecen la carne en sal,

conozco yo a quien tanto lo vale

y quien no lo vale ni lo valdrá,

conozco el sol que no sale

y el que en un futuro pleno saldrá,

conozco el motivo, la causa

por donde caen los que caen mal,

conozco la asquerosa farsa

y el dicho aquél y el qué dirán,

si te ensalza a ti un poeta

eres hermosura, o misterio real,

 si te ensalzan a ti los gitanos

designio del cielo te chamullarán,

si te ensalzan a ti los negros

 la verdad les rezuma al final,

si te ensalza un clan de Arabia

lo poco o lo mucho te brindarán,

si te ensalzan mujeres de Asia

entre sol de sonrisas te templarás,

si te ensalzan en Macadamia

serás luz interior de macadam,

si te ensalzan en la infamia

ni conocen seña, ni tampoco señal,

si te ensalzan a ti los parias

plegaria y respeto a tu paso darán,

si no te quieren en tu patria

otro destino a tus pies vendrá,

como vienen otros aires

a aventarnos la nueva realidad,

como vienen por otros mares

con otras tierras que pisar,

como existen otros lugares

que respiran la paz del hogar,

como anuncian nuevos cantares

lo que el corazón ya dejó atrás,

cuando sobran los pesares

que poco pesan en el pensar,

como pesa lo que vales

si lo sopesas con lo que no pesa ya.

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MARCHAR

 

Lamenté siempre no haberme marchado entonces de Bidauxe. Se lo conté a Saúl que me escuchó en silencio, atento, consciente de que mi experiencia tenía que ver con la suya, pero sobre todo con la decisión que él debía tomar, si es que aún no la había ya tomado en cuyo caso sólo quedaría llevarla a cabo, algo aún más difícil, lo sabía yo muy bien, que la mera toma de decisiones difíciles. Allá, le dije, los inviernos eran duros, nevaba, los caminos se cortaban, desparecían bajo la nieve. Pasaba los días metido en el caserón familiar, lo único que podía hacer, quedarme en mi habitación, consultar libros, los tenía en abundancia, me entretenían, me ayudaban a sobreponerme del tiempo que pasaba lento, y con mi madre que nunca hablaba, un silencio atroz sólo roto por las voces de la radio y a veces, pocas, por sus palabras parsimoniosas, algún día esto será tuyo, me decía y yo miraba a mi alrededor y me derrumbaba ante una vida entera entre aquellas cuatros paredes, aislado de todo, igual hasta mi muerte, una muerte anticipada en definitiva, una muerte en vida, al fin y al cabo.

Saúl miró hacia las vías del tren. Se mantenía callado, rígido su rostro, las manos sujetas en la valla que nos separaba de las vías. Saúl apenas hablaba. Pasaba las tardes en la vieja taberna, detrás de la barra, sirviendo a los pocos clientes que nos instalábamos allí para ver pasar el tiempo. Aquello era el final de la ciudad, un cruce ferroviario, varias fábricas cuyo cierre se barruntaba cercano y edificios de ladrillo envejecidos por la lluvia y el humo. Allí vivía yo desde hacía unos meses. Me había al fin marchado de Bidauxe, y a veces lo consideraba un éxito, haberme marchado, quería y deseaba sobre todo verlo como un éxito, sí, haberlo conseguido más tarde o más pronto, pero había pasado toda una vida y no podía menos que considerarlo un fracaso, rotundo, perder tantas oportunidades, no vivir tantas vidas por las que ahora sentía una profunda nostalgia.

Le conté que los veranos eran muy breves y llovía mucho en Bidauxe. Salía a pasear por los bosques cercanos. A veces me acercaba a las pequeñas aldeas y hablaba con los caseros. Regresaba imaginando cómo sería el mundo más allá de los montes. Había soñado con largarme al acabar la escuela. Pero mi madre me lo impidió. Te tienes que ocupar de todo, me decía, has de ocupar el lugar de tu padre. Algo me indicaba que era un error obedecerla, asumir sus órdenes. Pero no me rebelé. Acepté a sabiendas del error tan grande.

Saúl me comentó que quería marcharse lejos, bien lejos, salir de aquel extrarradio.

−¿Qué te hace falta para irte?

−Valor, imagino.

−No te lo pienses mucho y lárgate cuanto antes.

Me miró extrañado. Era la primera persona, la única, que le aconsejaba marchar y que no se refería a que allí fuera, lejos de todo, no tuviera nada seguro, por lo menos aquí tienes algo, le sugerían, al menos estás con los tuyos. La mayoría me dicen que sea prudente, me comentó, que no me apresure. Cerré los ojos. No, no, no seas prudente y apresúrate en marchar. No sé si llegué a decírselo o lo pensé muy fuerte, tanto que seguramente oyó mis pensamientos. Creo que llegué a murmurarlo, quiero creerlo, y que él me oyó y me escuchó. Volvimos a hablar de ello. Yo siempre le decía lo mismo, no te encierres aquí.

Saúl era flaco, de cara larga y ojos tristes. Pese a todo, podía considerársele bien parecido, como decían en las aldeas de Bidauxe de los chicos guapos. Me miraba siempre sin hablar, como si me pidiera que insistiera, que sólo así llegaría a decidirse. Insistí, siempre le repetía lo mismo, has de irte, no lo dudes.

Mi madre murió y fue enterrada junto a mi padre. Estaba solo, pero el tiempo había pasado. Volví al caserón, más silencioso ahora por la soledad que producía su no presencia. No sé cuántos meses, años incluso, pasaron, creo que fueron bastantes meses, bastantes años. Una mañana acudí a la capital, apenas una villa grande, resolví algunas gestiones. Pasé por caso de Antonio el tendero.

−¿Te ha venido el camión? –pregunté.

−Sí.

−¿Y el chófer?

−En el hostal.

Fui al hostal. Vi al hombre acodado en la barra del bar. Comía un bocadillo y bebía una cerveza. Le conocía de vista, sin embargo nunca había intercalado ni siquiera un saludo con él.

−Se va Vd. mañana –pregunté.

−Sí.

−Me puede llevar. Necesito que me lleve.

−No hay problema.

Alquilé un piso pequeño y oscuro junto a la taberna de Saúl, en uno de los edificios viejos. Cuando llegué, me quedé mirando mi rostro en el espejo del lavabo. Ese eres, pensé asustado por mi rostro ajado que no había visto en mucho tiempo, rehuyendo siempre aquel reflejo en los espejos y en las lunas. Ya era un hombre mucho mayor incluso que el primer recuerdo que guardaba de mi padre. La vida pasa rápido, pensé no sin dolor.

De todo eso me acordaba con frecuencia. Se lo conté a Saúl esa tarde junto a la valla que nos separaba de las vías. A la mañana siguiente, al bajar a tomar un café, deseé con fuerza no encontrármelo, que no esté, que no esté, murmuré con todo el anhelo del que era capaz.

Juan A. Herrero Díez

 

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ROSAS ROJAS

Por Gonzalo Salesky

 

En la puerta del hospital de urgencias, donde estacionan las ambulancias, había una pelea entre dos hombres. Me llamó la atención porque solamente uno de los dos golpeaba al otro, que no caía al piso a pesar de los tremendos puñetazos que el primero le aplicaba en el rostro.

Habían comenzado dentro de un taxi y bajado de él a los tumbos. Quien recibía los golpes ni siquiera sacaba las manos de sus bolsillos, como si en ellos estuviera protegiendo algo valioso. No ofrecía ningún tipo de resistencia, sólo buscaba evitar los impactos. Pero no lograba hacerlo del todo, y el que golpeaba de manera feroz –que por su ropa parecía ser el taxista- le asestó varias trompadas más hasta que el agredido, al fin, se decidió a correr.

Me pareció extraño que no hubiera intentado defenderse o al menos, alejarse cuanto antes.

Perdí de vista a los dos hombres y seguí caminando. Entré al hospital por una de las puertas laterales. Venía bastante apurado, como siempre. Iba a visitar a un pariente internado y sólo llevaba un ramo de rosas rojas en mi mano derecha.

 

 

 

Unos segundos después, sentí que me empujaban desde atrás. Trastabillé y casi caigo al suelo. En una de las galerías, cerca de la terapia intensiva, el mismo hombre que había recibido los golpes me tomó del brazo y con un arma pequeña apuntó a mi pecho. Haciendo ademanes, me obligó a acompañarlo. No dudé un segundo. Estaba muy lastimado y de su ojo izquierdo parecía caer sangre. Su camisa blanca, llena de pequeñas manchas de color oscuro. Y sus dientes…

Corrimos un largo trecho. La gente se horrorizaba al ver su cara destrozada y el revólver que llevaba en su mano derecha. Parecía algo grotesco, un hombre desequilibrado corriendo al lado de otro que seguía sosteniendo, como si fuera un trofeo, un ramo de flores. No entiendo por qué en ese momento no pude soltarlo.

Subimos a un pequeño ascensor. Allí bajó su arma y me miró a los ojos por primera vez. Sacó de su bolsillo una pequeña caja de color blanco, cerrada con cinta adhesiva, y me la entregó sin decir nada. Al detenernos en el segundo piso, volvió a tomarme del brazo y así corrimos hasta el borde de un balcón que se encontraba unos pasos delante de nosotros.

Abajo, la gente había empezado a congregarse. Extrañamente, a pesar de todo, yo me encontraba tranquilo y seguro de que no iba a lastimarme. Algo en su mirada lo decía. Pero aún no llegaba a entender por qué me había dado la caja.

– No la abras todavía. Sólo después que me vaya. No cometas los mismos errores que yo.

Habló como si estuviera leyendo mi mente.

No tuve tiempo de preguntarle nada. Acercó la punta del revólver a su garganta, debajo de la nuez de Adán, y disparó.

Se desplomó sobre mí. Y la sangre… ¡por Dios! Tanta sangre a borbotones sobre mi ropa, mis zapatos y el ramo de flores.

Me lo saqué de encima. Sentía vergüenza de pensar más en el asco que me producía ensuciarme que en la locura y el drama de ese pobre hombre.

En pocos minutos llegó la policía. Tarde, como en las películas. Sólo atiné a quedarme sentado, apoyado contra la pequeña pared que nos rodeaba. Guardé la caja en el bolsillo. Tuve la tentación de dejarla tirada o de esconderla en el pantalón del suicida, pero preferí respetar su último deseo. Cuando todos se fueran, la abriría.

 

 

 

Una vez en mi departamento, cerca de las cinco de la tarde, aún no había podido almorzar. Seguía asqueado por la horrible sensación de la sangre caliente sobre mi cuerpo. Volvía a verla, manando con violencia, mojando mis manos y mis pies.

Me senté en el living. Acababa de llamar la policía para pedir algunos datos y ver si podía aportar algo más. De paso, me avisaron que el psicópata no había muerto todavía. Estaba muy grave, internado en el mismo hospital de esta mañana. Era prácticamente imposible que sanara o despertara, según el comisario a cargo de la investigación.

Sin embargo, algo me impulsó a ir a verlo. Para saber más de él o de su vida. Además, me tentaba la idea de dejar la cajita blanca de bordes plateados entre sus pertenencias.

Pero no iba a poder hacerlo.

 

 

 

Una hora después, estaba en camino del hospital, por segunda vez en pocas horas.

Llegué a la sala de terapia intensiva pero dos oficiales me impidieron el paso. Estaban parados al lado de la puerta, uno de cada lado. Me preguntaron si tenía relación con él, si era familiar o pariente. No quise decirles mi nombre, sólo contesté que lo había conocido hace poco tiempo. El más joven me dio el pésame por anticipado y me informó que podía quedarme por allí, para esperar el obvio desenlace.

Di media vuelta y busqué la salida. Había sido un día bastante largo.

 

 

 

Apenas subí a un taxi para volver a casa, tomé la caja y me decidí a abrirla. De una vez por todas. Nunca hubiera podido imaginarme lo que contenía.

 

 

 

Tenía que entregársela a alguien. Pero no a cualquiera. Alguien que fuera capaz de llevar a cabo lo que la caja pedía.

Vi por el espejo retrovisor que el taxista había observado lo mismo que yo. Y supe que comenzó a desearla, con todas sus fuerzas.

Estacionó a los pocos metros, cerca del sector de entrada y salida de ambulancias, y giró hacia mí. Me exigió la caja y no quise dársela. Por eso mismo comenzó a golpearme. En el rostro, en los oídos, en el estómago… Pero no la solté. La guardé en mi bolsillo, a salvo de todo.

Tratando de esquivar sus trompadas, bajé del auto. Sin saber hacia adónde iba, empecé a buscar al próximo destinatario.

Advertí que desde lejos nos estaban mirando. Era un hombre calvo, como yo, que parecía llevar algo pesado en sus manos.

Lo seguí. Enceguecido por el impulso de compartir con alguien especial el contenido de la caja, fui hacia la galería donde se encontraba. Aún sin saber cómo iba a convencerlo de que acepte.

Se me ocurrió quitarle el arma a un guardia del hospital. Lo hice y corrí con todas mis fuerzas por uno de los pasillos. Mi corazón latía cada vez más rápido. La sangre ensuciaba mi camisa. Tenía el ojo izquierdo semicerrado y mis dientes…

Encontré al calvo y lo tomé del brazo. Con la pistola apunté a su pecho y lo obligué a correr junto a mí, para alejarnos de todo. Nos refugiamos en un ascensor.

Cuando bajamos en el segundo piso, casi sin aliento, le di la caja y le indiqué:

– No la abras todavía. Sólo después que me vaya. No cometas los mismos errores que yo.

No tuvo tiempo de preguntarme nada. Allí mismo, cerca del balcón, acerqué la punta del pequeño revólver a mi garganta y disparé.

Caí sobre él. Y mi sangre… por Dios, tanta sangre a borbotones sobre su ropa, sus zapatos y el ramo de rosas rojas que él seguía sosteniendo entre sus manos, como si fuera un maldito trofeo.

 

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POEMAS DE IRENE MERCEDES AGUIRRE

 

TRÍPTICO AZUL

Alquímica

I

El azul está allí. No más lamento.

Os doy fórmula alquímica segura

para aclarar  de  a poco la negrura

de estos tiempos  que traban el intento.

Conócete a ti mismo ¿Adónde llega

la conciencia del Hombre  en este mundo?

¿Qué sientes cuando  ves , meditabundo,

la  trama de dolor que se despliega?

¿Te  duele cuando sufre algún humano

allá, en lo más recóndito de tu alma?

¿Comprendes que el dolor no es algo ajeno?

¿Te oprime el corazón cuando un  hermano

no encuentra en su dolor ni paz ni calma?

¡Entonces estás listo  y eres bueno!

II

Compartir el dolor es importante,

Da fe de nuestro amor hacia los otros,

Permite reflejarnos en  los rostros

del prójimo cercano y del distante.

Pero no es suficiente. Aún hace falta

brindar una palabra convencida

de nuestro compromiso con la vida,

de solidaridad profunda y alta.

Esos vocablos que a la unión convocan

Que dicen “aquí estoy, y te comprendo”,

que muestran sentimientos y provocan

fraternales  abrazos. ¡Descubriendo,

religando sentidos que denotan

un territorio  azul que se está abriendo!

 

III

Hay que franquear cerrojos sin la llave,

Discutir  procederes y disensos,

Coordinar cada intento, hallar consensos

para encontrar ¡por fin! la ansiada clave.

¿Qué números la forman? ¿En qué orden?

Nosotros de este lado, empecinados

Poetas soñadores , aplicados,

buscando mejorar tanto  desorden.

El cuerpo-mente  esgrime sus razones,

Busca en nuestro interior las intuiciones.

¡Acude la  verdad y comprendemos!

La puerta es pesadísima. Supone

un esfuerzo común de corazones

al unísono coro  de ¡Podemos!

 

REFLEXIÓN SOBRE  GEA

 

Desde el espacio surges, espléndida y en paz.

Tus luces refulgentes proyectan por doquiera

promesas  de armonías pobladas de quimera

desde una perspectiva insólita y audaz.

 

Dibujas en mi alma    la intuición valedera

que vislumbra posible la  esperanza tenaz

de un mundo sin violencia, sin agravios, capaz

de encontrar entre todos  la ruta verdadera.

 

Somos red inmadura de un futuro posible

tramado   con el sueño que bulle en cada pecho

de  cualquier ser humano de corazón sensible.

 

Mientras giras por vastos espacios, desde el techo

de un mirador sutil, tenue, casi intangible,

¡contemplo las estrellas  recostada en mi lecho!

 

 

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UNA CARTA

Por Rodolfo Leiro

 

Hoy se empañaron mis ojos

cuando entre añejos papeles

que agobian los anaqueles

de mis años venturosos,

 

entre sumisos despojos

de la que fue mi entereza,

hallé restos de belleza

de juveniles antojos.

 

Viejo carmín, labios rojos

que entre sonrisas y enojos

se acopiaron en mi ayer:

 

me queda, acaso festivo,

el perfume sugestivo

de una carta de mujer

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“LA VIDA…ES UN TREN”

El tren de la vida

Recorre sin pausa,

Espacio de tiempo

En su devenir,

Sube gente a bordo

Y otros que se bajan,

Se impone el libreto

Gozar…o sufrir.

Llevan de equipaje

Penas y alegrías,

Buscando con ansias

La estación feliz,

Algunos lo logran

Hay otros que no pueden,

Pues el destino a veces

Se hace…perdiz.

En este viaje de ida

Nos muestra paisajes,

Algunos muy hermosos

Y otros de olvidar,

Nos llena de años

Y algunas experiencias,

Más también nos enseña

Lo bello…que es amar.

Cada uno lleva

Sentado a su lado.

A un compañero

Para bien o mal,

se llama destino

Y digita todo,

Si sigues a bordo

O te has…de bajar.

 

No siempre el rumbo

Es el que elegimos,

A veces nos empuja

Y nos obliga a partir,

Nos va marcando rumbos

Cual juego de niños,

y andando aprendemos

Lo que cuesta…vivir..

 

Hay quienes esperan

Hacer el periplo,

Hacia los confines

De la felicidad,

La vida que es sabia

Con crudeza nos muestra,

Que estamos de paso

Y esa…es la verdad.

Boris Gold

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SELECCIÓN DE POEMAS

POR FRANCISCO JESÚS MUÑOZ SOLER

 

PORQUÉ  TODAS  LAS  REVOLUCIONES

 

 

 

Porqué todas las revoluciones

terminan negando la libertad

anunciada a los liberados

con el pretexto de una justicia

igualitariamente necesaria.

 

Porqué la necedad enturbia

la consciencia y los corazones

de los héroes vencedores

henchidos de megalómana vanagloria

y inequívoca e inefable certeza.

 

Porqué enarboladas sonrisas iluminadas

terminan trucándose mustias

fermentando un mousse de angustia

forjador de un irrespirable hedor

muesca de las sombras de sus victorias.

 

***

 

CONSECUENCIA  DE  LA  CELADA

 

 

 

Impuestas ausencias y alzamientos de sonoros silencios,

descarnadas tragedias para los frágiles desheredados

benefactores de resignada inmundicia,

descomunales privilegios para los opulentos incitadores

señores de manos de antimonio y cuellos blancos.

 

 

***

 

 

DESPUÉS  DE  LA  BATALLA

 

 

 

Almagre óptimo para ser especulado

seres sobre eriales desgarrados

muertos sobre tumbas olvidadas

marionetas de pírricos gladiadores,

anónimos gobernadores exteriores

que se apropian con sus manos invisibles

los beneficios de la sal evaporada.

 

 

 

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