
Cuando Jesusa llegó a nuestro instituto todavía se llamaba Jesús. Era difícil que pasara desapercibida, su voz y su apariencia física atípica llamaban tanto la atención que muchas la tomaban por competencia. Yo era una más entre los que se reían de ella, «del compañero que siempre estaba solo y tenía voz de chica», «el nuevo gay del cole».
Nunca me paré a pensar en mi actitud, no creo que fuera por querer quedar bien con el resto de compañeros; tampoco creo que fuese porque realmente odiara la homosexualidad. Sencillamente, todavía tenía la mente demasiado cuadrada y no podía aceptar o tolerar algo a lo que no estaba acostumbrada y que, además, era juzgado en todas partes. Era una más de entre aquellos que lo único que ven en una persona homosexual es sexo entre gente con los mismos genitales.
Mi amiga, que también era nueva en el cole, no tardó en hacerse amiga de Jesusa. Al principio me resistía y prefería estar sola o con otras compañeras, pero pronto acabé compartiendo los recreos con las dos.
Lo primero que me llamó la atención de Jesusa fue que, cuando no hablaba de alguna aventura sexual con un amante o pretendiente, estaba juzgando y criticando a los demás, incluso a quienes no conocíamos. Me dije a mí misma que por actitudes como esa “la gente” no soportaba a los gays; «además de ser unos bichos raros que sólo podían pensar en sexo, tenían muy mala leche, eran criticones y envidiosos». Cuando por fin llegó el día en el que ya no pude aguantar tantas críticas a gente que ni parecía saber que ella estaba en aquel colegio, la pregunté por qué se pasaba la vida insultando a quienes no la habían hecho nada; la respuesta fue clara y directa: no te imaginas cuántos me están insultando a mí en este momento, ni en un año podría responderles a todos. Creo que fue entonces cuando empecé a tomar conciencia de la fortaleza que se necesita para ser LGTQ+ en mi país.
El punto no estaba en pensar si hacía falta o no que Jesusa contestase a todos los que le insultaban y criticaban en el cole; sino que yo nunca me paré a pensar ni me molesté cuando los demás hacíamos lo mismo con él. Me parecía demasiado normal que un compañero dijera que no quería compartir pupitre con un gay o que le pegaría un puñetazo si se atrevía a mirarle el culo, lo peor es que incluso creía entender todas esas razones. Lo que no me parecía normal ni creía poder entender era que los gustos, preferencias y orientaciones sexoafectivas son muy diversas y algunas se alejan mucho de lo establecido como “correcto”. Lo peor es que la escuela tampoco fomentaba la inclusividad ni el respeto y la tolerancia; algunos profesores hacían comentarios como que si algún día llegaran a tener un hijo gay, le matarían de una paliza o lo echarían de casa, otro afirmó que los gays estaban poseídos por un espíritu maligno y no faltó quien dijera que eran así por falta de disciplina en casa.
Gracias a Jesusa empecé a darme cuenta de la valentía que requiere salir del armario en Guinea Ecuatorial, puesto que lo único que tienen garantizados quienes deciden dar ese paso es el desprecio y el rechazo de la familia y el resto de la sociedad. Empecé a formularme preguntas como que, ¿si todos conocemos como gay al “hombre afeminado”, ¿qué pasa con los otros hombres que le aman, aunque luego le juzguen en público? ¿Por qué muchas personas homosexuales viven a base de la prostitución en mi país y quiénes son los clientes de ese mercado? ¿Existe mucha diferencia entre lo que hacen dos personas del mismo sexo en la cama y lo que hace una pareja hetero? ¿De verdad que tolerar la homosexualidad podría acabar con la reproducción humana? En el peor de los casos, ¿qué perderíamos respetando la libertad de amar y elegir de la comunidad LGTBQ+? ¿Si me niego a hablar o a respetar a una persona por su orientación sexoafectiva, qué diferencia tengo con aquel que discrimina a otro por su color de piel, nacionalidad o religión?
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