Camille Claudel silenciada-Por Eleine Etxarte

Camille Claudel silenciada

Nos esperaban siete horas de viaje desde Barcelona a Montfavet, un pueblo situado en la Comuna de Avignon, Francia.

Hélène me describía a sus padres, la casa familiar y las costumbres mientras el Twingo avanzaba tranquilo, al mismo ritmo de las palabras de mi amiga francesa. Teníamos muchas horas por delante y la intención de disfrutarlas todas.

Dos motivos nos habían llevado a emprender el viaje: el primero, pasar unos días en la casa de Hélène y así ver como se encontraban sus padres; y, el segundo, los últimos años de vida de Camille Claudel, la apasionada escultora francesa.

Yo tenía en mi estudio una fotocopia de la famosa foto de Camille subida en una especie de andamio, con aquel aparatoso traje de la época que casi no la dejaba respirar. Seguro. Trabajaba en una escultura de tamaño natural, un hermoso desnudo femenino, en el taller del reconocido artista Rodin, hacia 1899.

Dos meses antes del viaje, mi amiga y yo descubrimos observando esa imagen de Camille que ambas sabíamos muchas cosas de la escultora y alguna realmente sorprendente.

Yo le conté a Hélène que esta artista había sido la fiel representación del ideal romántico que conduce a las mujeres al despojo de sí mismas, cediendo toda su energía creativa al engrandecimiento de otros. Y que fue hacia 1970, cuando artistas e historiadoras de arte feministas se preguntaron por la presencia de las mujeres en el hecho artístico, como la obra de Camille Claudel comenzó a reconocerse.

Esta mujer nacida en 1864, pasó gran parte de su vida junto al famoso escultor Auguste Rodin como su amante y colega, además de ser las manos ocultas que esculpieron numerosas obras de quien protagonizaría la historia y ocuparía un lugar en los museos.                           

Ese mismo día, Hélène me habló del cuadro que Camille Claudel había regalado a Madame Fabre, su cuidadora y acompañante hasta el final de sus tristes días. Esta mujer pertenecía a la familia de mi amiga y el cuadro estaba colgado en el salón de la casa familiar, sin firmar.

Desgraciadamente Madame Fabre ya no podía responder a mis preguntas.

Quizás el lienzo me diera respuestas sobre el sentir de los últimos días de Camille.

Tenía muchas ganas de verlo, de escudriñarlo, de encontrar algo de la artista en el tema o en los colores, quizás en sus pinceladas.

Ambas conocíamos bien el triste final de Camille, sabíamos que cuando su padre murió en 1913 ella vivía entre la pobreza y el abandono familiar; ocho días más tarde la madre firmó el certificado de ingreso de Camille en un hospital psiquiátrico, donde no podía recibir visitas ni correspondencia.

Durante 30 años estuvo internada. Murió entre salas psiquiátricas el 19 de octubre de 1946, pasaron varios años para que su hermano, el poeta Paúl Claudel, se ocupara de su cuerpo.

Acusada de manía persecutoria y delirios de grandeza, reivindicó su cordura durante todos los años que permaneció internada, totalmente privada de libertad.

Debió de ser un auténtico incordio para Monsieur Rodin cuando Camille decidió reivindicar su sitio en el mundo del arte de la época, ella siempre le acusó de haber ocultado su trabajo bajo su alargada sombra hasta conseguir enterrarla como artista y como mujer.

Cuando llegamos era noche cerrada y su madre ya nos esperaba de pie en la puerta de la casa envuelta en un exquisito olor a tomates fritos y especies. Habíamos viajado desde Cataluña a Avignon en coche pero en ese instante, todos mis sentidos me transportaron a Marruecos.

El abuelo de Hélène había tenido una fábrica de sardinas en Safí y durante muchos años la familia vivió junto al Océano Atlántico. Su cocina era entre portuguesa y marroquí, sin dejar de tener, por supuesto, un toque afrancesado.

Allí estábamos las tres sentadas a la mesa después de cenar, disfrutando de un té con hierbabuena preparado con la calma africana del movimiento constante, el perfumado liquido pasaba de la tetera al vaso y otra vez a la tetera, hasta alcanzar el punto justo. Fue en ese momento cuando Hélène se levantó y reapareció con el lienzo que Camille había regalado a Madame Fabre.

Lo dejó sobre la mesa suavemente, las tres nos quedamos en silencio.

Al día siguiente arrancamos el Twingo pronto y nos dirigimos al psiquiátrico de Montdevergues, a tan solo tres kilómetros de Montfavet.

Kilómetros y kilómetros de altos muros cubiertos de hiedra. Nunca soñé con semejante ciudad amurallada, aislada, apartada del mundo. La ciudad de los olvidados.

Fue una experiencia escalofriante.

Sobre lo que pasó allí dentro durante tanto tiempo se habla en “La hecatombe de los locos”, un documental dirigido por Elise Rouard.

El viaje lo hicimos en silencio. Yo solo tenía en mi mente el gorgoteo del agua hirviendo y, dentro de la cazuela, esas dos patatas que habían sido el alimento diario de Camille durante tantos años, así lo reflejaba la película de Bruno Dumont que narra el día a día de la artista en el psiquiátrico. La espera, los muros interminables y el olvido.

En un instante acudió a mí el lienzo de Camille.

Un dulce paisaje que retrata una realidad vista desde lejos, quizás desde el recuerdo  y la idealización, la perspectiva, el punto de vista tiene cierto aire de prohibición.                                     

Esa tela muestra una actitud casi de voyeur ante lo que nos describe el lienzo, la mirada funciona como la de un espectador de las vidas ajenas, sin participar en ellas.

En primer plano, un campo cubierto de verde hierba, en segundo, unos arbustos nos cierran el paso y después, un lago termina de prohibirnos la entrada, nos aleja de varias casas rurales que parecen habitadas, hogares cálidos llenos de vida inalcanzable, coronados por un cielo preñado de delicadas nubes que dejan ver un pequeño espacio de azul infinito, muy al final del lienzo, como una promesa inaccesible.

Los colores y las pinceladas son tan delicados que parece que el pincel en la mano de la artista no pintaran, solo susurrasen.

De vuelta a Montfavet decidimos tomar un café en la plaza del pueblo, yo tenía el corazón encogido. La plaza era pequeña pero muy hermosa. Le pregunté a Hélène si era allí donde celebraban los bailes de pueblo, ella me contestó que sí, que allí, señalándome hacia un lado, se colocaba la orquesta, también le pregunté dónde bailaba la gente. Mi amiga me contestó que en su pueblo no bailaba nadie, permanecían sentados o de pie. ¿Por qué? Pregunté yo perpleja. Aquí nadie quiere ser confundido con un loco, esa fue su respuesta.

Al final, Joseph Beuys (Por Eleine Etxarte)

Timur miraba lleno de curiosidad a ese ser que había caído del cielo. No encontraba sus alas por ningún sitio, mientras sus padres le cubrían de sebo animal de pies a cabeza.

Era un trabajo laborioso. No se podía hacer ni lento, ni rápido. La grasa tenía que estar caliente, ni mucho ni poco y ser abundante.

Timur había pasado por esa experiencia cuando tenía cinco años y recordaba haber llorado mucho. Cuando todo hubo terminado se sintió seco por dentro pero calentito por fuera. Sus padres le habían contado que estuvo a punto de formar parte del mundo de los espíritus, el hielo le puso una trampa hacía ya tres inviernos.

Zifa y Azat, sus padres, hablaban en susurros mientras terminaban la primera parte del ritual.

El fieltro ya estaba preparado para recibir el cuerpo del ser venido del cielo.

Siempre teníamos un montón de estas mantas en nuestra Yurta. Nunca sabíamos cuando las íbamos a necesitar. A mí me producía una inmensa tranquilidad respirar el olor leñoso que desprendían, me hacía sentir seguro.

El niño tenía curiosidad por conocer el nombre de esa criatura tan desamparada que totalmente abrasada mostraba su carne roja y azul con tan poco pudor. Las alas, quizás, las había perdido en el fuego como su piel, tampoco comprendía como podía haber provocado semejante estruendo; incluso la tierra se había quejado.

Los días pasaron y el hombre del cielo no hablo en ningún momento, permaneció quieto y silencioso junto al fuego pero ya tenía nombre, sus padres lo llamaban Stuka y él también.

Una noche Stuka habló y esa misma madrugada vinieron unos hombres y se lo llevaron en trineo a la aldea. Mi madre lo despidió con una olla llena de estofado de liebre que introdujo bien calentita entre las mantas de fieltro que lo envolvían cuando se marchó.

Mucho tiempo después esos hombres volvieron y explicaron a mis padres que el hombre venido del cielo no se llamaba Stuka sino Joseph Beuys y que era un gran artista. Creo que es como ser un gran chamán.

A partir de aquí me gustaría explicar a Timur, el niño tártaro de esta historia, al que yo me permito tomar como representante de todos los mortales consumidores o no de arte, quien era y que hacia este escultor social, tal y como él se definía.

Te describiré dos de sus trabajos en el mundo del arte.

Comenzaré con su acción “Como explicar los cuadros a una liebre muerta”

Es el 11 de noviembre de 1965: Joseph Beuys se pasea por una Galería de Arte de Düsseldorf vestido con un traje de fieltro y la cara untada con miel y polvo de oro. En sus brazos lleva una liebre muerta y de vez en cuando le susurra al oído la explicación a los cuadros expuestos. El artista por su parte, no parece reconocer la presencia de su audiencia durante las tres horas que dura su obra.

Explicar cosas a un animal muerto, querido Timur, sobre todo si son cosas del mundo del arte contemporáneo es más sencillo, según el autor de esta acción, que hacerlo comprender a la mayoría de los seres humanos.

No te extrañes, el arte es cada vez más críptico e incomprensible.

Ahora te voy a contar la primera performance o acción que realizó Beuys en la galería Rene Block de Nueva York. La llevó a cabo en 1974 y se tituló “Me gusta América y a América le gusto yo” o “El Coyote”.

La obra comenzó justo en el momento del viaje desde Düsseldorf a Nueva York. Al llegar al aeropuerto, Beuys se envolvió en una manta de fieltro y se apoyó en un bastón de pastor, siendo conducido en ambulancia hasta la galería donde compartió habitación durante tres días con un coyote salvaje.

Los espectadores observaban a los dos especímenes tras una malla metálica y fueron viendo como el artista hablaba con el animal, le ofrecía diversos objetos e interactuaban juntos. El coyote mordía el fieltro, rodeaba a Beuys o se meaba en el Wall Street Journal, todo un símbolo del capitalismo.

Al final de los tres días, el artista abrazó al coyote. Al parecer se habían hecho amigos y tal y como vino, regresó a Alemania sin haber pisado suelo neoyorquino en todo el viaje.

Querido Timur te preguntarás ¿qué significa todo esto?

Beuys pretende hacer una dura crítica al daño causado por el hombre blanco a los nativos americanos y a su cultura. A través de esta acción quiere curar a América del trauma causado por el conflicto con los indios. Busca la reconciliación entre hombre y naturaleza.

Pensarás que los artistas, como los chamanes, tienen variadas formas de comunicarse con las personas, también hay mucha magia en el mundo del arte, a veces creer en él es un auténtico acto de fe.

Muchos cuestionan la historia de Joseph Beuys, algunos dicen sobre el rescate de su accidente aéreo que fue encontrado por un comando alemán y llevado a un hospital militar donde no había ni fieltro ni grasa y menos un niño tártaro.

Algunos reclaman que incluso después de la guerra conservaba ideologías racistas provenientes del pensamiento de Rudolf Steiner. Este punto lo toca una biografía escrita por Hans Peter Riegel, para quien Beuys no fue un simple artista desquiciado o un genio inocente, sino que, por el contrario, era una figura reaccionaria y peligrosa.

Igual tú tampoco existes Timur, pero yo te he dado un nombre como Beuys dio voz a muchas causas silenciadas a través de su arte. También quiero pensar que su vida es una historia de redención.

Por mi parte, nunca olvidaré la intensidad con la que sentí el silencio en aquel espacio totalmente forrado de fieltro en cuyo centro se encontraba, igualmente forrado, un piano. No recuerdo la ciudad, si fue en Londres,  París o  Barcelona pero cuando vuelvo mentalmente a aquel lugar se produce en mi interior una fuerte reacción, es como un viaje hacia dentro, mis sentidos se despiertan pero no traducen lo que me rodea solo alcanzan quietud, una especie de paz. Beuys pensó el silencio Timor y nos lo hizo sentir a muchos, espero que tú y yo podamos quedarnos con lo que él nos hizo sentir y con lo que comunico a lo largo de su trayectoria artística.

Después de todo; “Todo ser humano es un artista”, y cada acción, una obra de arte.