En 1985 el editor Enrique Murillo apuntaba el inicio de un cambio en el panorama literario español. Preveía la aparición de nuevos autores con historias que contar, narradores puros los denominaba, frente a los escritores que ilustran verdades preconcebidas mediante ejemplos y que constituyen, estos últimos, en gran medida, la tradición literaria española, tan dada al realismo. Estos nuevos autores, según Murillo, evitan en cierto modo la trascendencia en el relato y lo conciben como experiencia. Sin estar del todo de acuerdo con su apreciación, me parece que las categorías nunca son cerradas y ha habido de todo en todo momento en la literatura española, sí que es cierto que a partir de los ochenta se aposentan y surgen escritores que ya escriben de otra forma, los tiempos y la sociedad española son distintos, y hay nuevas influencias y vínculos con otras maneras de contar.
Pero además, en estos últimos lustros, desde poco antes del salto de siglo hasta ahora, creo que se están dando otra vez síntomas de renovación en la literatura. Hay que tener en cuenta el reto que supone la aparición de nuevos medios y hemos de asumir el predominio actual de lo audiovisual, reforzado por esas nuevas herramientas que parecen ya absolutamente dominantes en nuestra sociedad, y no sólo entre las generaciones más jóvenes. Desde luego, no creo que la literatura corra peligro de desaparecer, no lo estuvo con la eclosión del cine, no lo está hoy, pese a todo, y si lo está, será más por la excesiva comercialización editorial y por la no poca ramplonería desatada en nuestros días, con demasiados escritores más de pose que de esfuerzo.
La literatura actual ha de asumir en todo caso el reto que le permita seguir incidiendo, de ser algo importante, y esto pasa en mi modesta opinión otra vez por la experimentación y por el rigor, también por la necesidad imprescindible de ser penetrante y aguda. Como muy bien indica Enrique Murillo, y con ello estoy por completo de acuerdo, «todo relato que no produzca alguna forma de catarsis es un relato fallido».
Experimentación está habiendo bastante, es verdad. Aunque frente a ello haya una reacción de las editoriales a fórmulas en exceso convencionales, novelas y formatos que se repiten una y otra vez bajo una maquinaria de marketing que muchas veces es ajena a la literatura pausada y reflexiva. Imagino que toda época de cambio produce miedos a los saltos al vacío y tampoco las editoriales quieren perder oportunidades de negocio, pero esto es otro debate que no viene al caso, o tal vez sí, pero no tengo espacio suficiente para desparramarme al respecto. En todo caso, hay experimentación, algo que resulta imprescindible ahora mismo.
Claro que no siempre la experimentación sale bien. Pero creo que ahora mismo es de agradecer que se nos ofrezcan nuevos formatos, que se tantee con las palabras y los estilos, que se pruebe, aun cuando los resultados no siempre sean los esperados. En la literatura y sus procesos sí nos podemos permitir los experimentos; es más, son de agradecer.
Viene todo lo anterior a colación por este libro sobre el que pretendía escribir, que iba a ser una reseña, pero que al final me ha llevado por otros derroteros. Cibernética esperanza es ante todo uno de esos experimentos y tendrá sus claroscuros, quizá algunas rarezas, tal vez ciertas imprudencias, pero que apunta a una necesidad intensa de escribir con valentía, osadía y clamor. No es baladí recordar aquí que la escritura tiene mucho que ver con la vida. Es más, cada vez tengo más claro que no puede haber distingos entre literatura y vida, ni siquiera entre ficción y realidad. La verosimilitud forma parte de lo real, al fin y al cabo.
Una cuestión a solventar es cómo podemos catalogar este libro. Cecilio Olivero ha dicho alguna vez que se trata de una novela. Sin intención de impugnarle o de contradecirme a mí mismo, ya que vengo hablando tanto de experimentación, yo no lo creo. Combina prosa, introduce también poesía. Hay una narración temporal de hechos y unos personajes, más o menos reales o imaginados, si es que podemos apurar tanto en estos tiempos, y visto lo visto, los límites de la realidad y de lo ficticio. Pero me decanto más por el lado de la poesía. Aunque sólo sea porque me resulta muy evidente que Cecilio Olivero es un poeta, un animal poético, aunque a veces le dé por la prosa con resultados en mi opinión muy por detrás de su poesía. Pero ha experimentado con la prosa y el resultado le ayudará a sacar algunas conclusiones de su labor literaria, espero.
Aconsejo por tanto leer este libro como un ejercicio más poético que prosístico. Incluso la prosa es poética, aunque aquí he de reconocer que con resultados no siempre homogéneos.
Respecto al contenido, a todas luces no resulta fácil ni grato mantener el tipo ante lo que se cuenta. No es un libro amable que intente apaciguarnos ante la descripción de lo crudo que tiene vivir, del dolor y el desasosiego que entraña la existencia o incluso, cabe entenderlo así, la falta de heroicidad para el reto de luchar consigo mismo. No tranquiliza, sino que inquieta y algún que otro lector no quedará ajeno ante la figura del personaje o personajes.
Sin duda estamos ante un nuevo tipo de formato que nos invita a otros escenarios en esta sociedad del espectáculo global que estamos conociendo. Al menos es una oferta interesante.
Leer las páginas del prefacio del libro de mi amigo Capplanneta, una persona especial a la que espero conocer en persona antes de que pasen otros 365 días, fue más ameno, rápido, emocionante y profundo que leer cualquier poema de amores fracasados.
Capplanneta ya me dijo que la obra es prosa poética y la verdad es que los renglones del prefacio, que leí a primeras horas de la mañana, arrastran a uno hasta la firma del autor sin darle tiempo a respirar; igual que la corriente de lo que fue el rio Abere: sólo se podía respirar al salir a flote a final del tramo.
Mientras me cautivaba la sinceridad de Capplanneta sobre sus gusanos de seda, de los que emergieron mariposas grises como monstruos, y la indiferencia egoísta del lector y el editor que sólo buscan algo muy bueno entre lo bueno, o simplemente evadirse para no sentirse acusados, señalados ni percibir la furia o tristeza del escritor; también me sentí atacada. Sentí que mi queridísimo y admirado Capplanneta nos atacaba, a nosotros: los escritores africanos.
Aun cuando un escritor africano se declare romántico, amante de la ficción, motivador o moderno; en sus letras siempre habrá la posibilidad de encontrar sus gusanos de seda: su furia, ira, tristeza, miseria… esas emociones personales y aburridas de la vida de uno mismo que Capplannetta recomienda ocultar al lector y al editor para no ahuyentarlos.
El prefacio de Capplanneta es conmovedor por cómo usa la palabra, por lo que dice y cómo lo que dice, porque he intentado imaginar esa caja de zapatos blanquecina y a él, de pequeño, mostrándosela a otros niños lejos de los ojos protectores de sus padres. Pero no puedo estar de acuerdo con Capplanneta. La literatura no debe ser deprimente, ni mucho menos, pero si alguna conciencia se siente aludida por unos renglones, es porque estos han logrado uno de sus mayores objetivos: despertar conciencias.
El escritor africano necesita despertar conciencias, por eso dejará sus gusanos en el sofá o en la terraza y la mesa de comer. Cuando el escritor africano que vive en África deja de exhibir sus gusanos de seda y los de otros, fácilmente se convierte en una mala imitación del escritor americano, español, alemán o británico. ¿Cuántos de los escritores africanos más reconocidos no han hecho su camino a base de mostrar sus gusanos de seda y los de otros? Donato Ndongo lo hace en “El metro” y mete el dedo directamente en la llaga del hombre blanco, del español racista al que le hierve la sangre al ver a un negro hablando con una mujer negra. Chimamanda lo hace en la “Flor púrpura” y en “Medio sol amarillo”, Melibea en “La albina del dinero” y en “Bastardas”, Mariama Bâ en “Mi carta más larga”, todas ellas meten el dedo en la llaga del lector que tienen al lado, igual que Chinua Achebe en “Me alegraría de otra muerte”. Quizás estos escritores no le ofrezcan una autobiografía al lector o al editor, pero estoy segura de que sacan mucho de sí para escribir sus obras.
Cuando nosotros, en Africa, intentamos evadir nuestra realidad o nuestro entorno, en vez de escribir “Cuando los combes luchaba”, “Nambula”, “Alá no está obligado a ser justo” o “Las cuatro mujeres que amé”; acabamos escribiendo esas obras absurdas, sosas y aburridas en las que sin asombro y como si fuese lo más normal y habitual, aparecen ecuatoguineanas y gabonesas pelirrojas, de metro ochenta con ojos azules y toman té en el porche durante un dorado atardecer mientras su adorado y amado Michael llega a la hacienda en su Cadillac y lo aparca en el establo ¿Ojos azules? Serán lentillas azules. ¿Pelo rojo y no se trata de un cosido o una peluca? ¿Hacienda?, estaremos hablando del hijo del presidente o de alguna de las hijas de algún magnate del petróleo en Nigeria. ¿Establo? ¿Michael, en serio? ¿Qué pasa con Emeka y su pelo afro? Los escritores africanos necesitamos mostrar nuestros gusanos de seda y los de otros: son nuestra “propuesta de valor”. No bebemos tanto té y raras veces usamos los porches para esperar a los amados. La mujer africana, desde la más humilde hasta la segunda dama, se siente cómoda entre el cuarto y la cocina.
Si mostrar nuestros gusanos de seda nos hace perder lectores ahora, dudo que ocurra lo mismo en la posteridad. El cine y la música africana, en su intento por conquistar al público americano y al europeo, se han quedado sin esencia: forman parte del montón. La literatura no puede caer en la misma trampa, es lo que nos queda para expresarnos y desahogarnos para no mutar las palabras en insultos que hieren como dardos envenenados.
Quiero recomendar esta novela que a través de su personaje protagonista Capplannetta comprobarán que la literatura tiene mucho que agradecerle bastante a Internet, y éste personaje que es testigo, dando fe de ello, demuestra que la esperanza es una forma de mantenerse vivo desde una óptica donde se entrelazan varios aspectos de nuestra cotidianidad, aspectos como las drogas, el confinamiento voluntario, las enfermedades psiquiátricas y las relaciones mantenidas por Internet, así como lo que es o significa Internet para nuestros mayores, son aspectos que se resuelven todos a la vez en esta novela.
La novela se llama Cibernétic@ Esperanza publicada en la editorial Avant y ya está disponible en todas las librerías de España y algunas de Latinoamérica. El autor se llama Cecilio Olivero Muñoz. Para más información: www.avanteditorial.com
«Todo ocurre por una razón que no entendemos», afirma el narrador del relato en un momento dado, cuando ya tenemos una idea clara del camino recorrido por el protagonista, Casimiro Oquedo Medrado. Tal vez por ello, porque se nos escapa el porqué de las cosas, lo que motiva los hechos y quizá el sentido de la vida, no hay excusas o voluntad de justificarse, simple y llanamente hay una descripción de escenas que componen una vida, unos retazos que se van sucediendo de un modo aleatorio.
Tampoco hay por parte del protagonista un acto desesperado de rebeldía, no se rebela, no lanza una diatriba contra su vida ni por los hechos que se producen en ella, no hay un grito de angustia por todo ese sinsentido que le envuelve a él, a su narrador, pero también a su autor y en definitiva a todos nosotros, lectores y no lectores. Si le encierran en un centro psiquiátrico, vale; si le dan el alta y lo sacan de ahí, también vale. Así es la vida, al fin y al cabo. La vida de ahora, hay que precisar. A veces somos meras piezas de un rompecabezas que desconocemos y el componedor del rompecabezas va ensamblando las piezas que tampoco tienen un lugar único en el conjunto.
Por ello quizá haya que leer este libro -¿Novela?¿Colección de relatos o de retazos que tienen su independencia narrativa respecto al conjunto?¿Biografía?¿Confesión?¿Tratado de la realidad? Hay que recordar que estamos en el tiempo de la no definición–, porque muestra una nueva actitud ante la vida, ya no es el grito ante Dios o ante la Historia, es simple y llanamente la descripción de lo que ocurre sin más, ni siquiera hay un objetivo, o puede que el objetivo sea la propia escritura. Ya que no podemos entender la razón de las cosas, escribimos y leemos porque sí, sin más, sin ni siquiera la intención de buscar un cierto orden.
Estamos ante un nuevo modo de entender la realidad y por ende la escritura. La tecnología, sin duda, ha cambiado la forma de mirar y de sentir, nos ha individualizado aún más, pero no para ayudarnos a determinar más el yo, sea esto lo que fuere, sino para aumentar más nuestra soledad, la desnudez de nuestras vidas, la impotencia ante tanto caos. Sí, nos seguimos relacionando, es verdad que nos reunimos con otras personas para hablar de libros, de política o de fútbol, nos casamos, nos liamos, nos divorciamos, formamos familias u otras formas de relación o acabamos buscando salidas terapéuticas –psiquiatras, psicólogos, escritura, reflexión, arte–, como se ha hecho toda la vida, pero ahora todo es de forma diferente. Tal vez lo que nos falta es lo antes referido, el acto de rebeldía, ese acto de miedo o de revuelta de Caín ante su destino que, sin embargo, asume. Ya no creemos ni en la revolución, ni en la democracia, ni en la tribu, ni en nada. Estamos solos con nuestra propia soledad. Quizá nunca la soledad fue tan evidente como en nuestra época, cuando vivimos en grandes ciudades y tomamos el metro junto a miles de personas, pero cada cual atiende solo a su teléfono multifunciones. Cibernética soledad.
Tal vez por ello hay que leer este libro, el personaje que deambula por sus páginas es un reflejo de lo que somos, y esto es lo que une el relato a una luenga tradición, la de la literatura como espejo. Mientras, no es baladí, el título nos brinda la existencia de alguna esperanza pese a todo, aunque sea una esperanza cibernética.